Argentina-Brasil. El desafío de Messi: salvar a la patria con un cuchillo y un tenedor de plástico

Otra vez Leo quedó muy solo en un equipo que luce desorientado

Se agacha y empieza a atarse el cordón izquierdo, ajeno. A 50 metros, en un córner, un racimo amarillo empieza la fiesta que escala hacia las cuatro tribunas del Mineirao. Aúlla el estadio, se silencia Messi. Brasil acaba de meter el gol del 2-0, un golpe dado con la destreza del niño Gabriel Jesús y la precisión del cirujano Neymar. Él se incorpora, pero ni una palabra suelta. Morbosa, la cámara lo busca y el director ofrece su cara compungida a través de las pantallas gigantes. La enseñanza lastima: cuando las cosas estén mal, conviene saber que pueden ponerse peor. Como aquí y ahora.

Se le pide que sea salvador de la patria futbolera argentina, pero al capitán no se le arrima ni un edecán para ayudarlo aunque más no sea a sostener la bandera. Autor de mil historias épicas, ahora parece abandonado a una tarea que se antoja titánica: levantar a un equipo que coquetea en el precipicio de la clasificación al Mundial. Será, tendrá que ser, su nuevo combustible: quebrada en el juego, débil en el banco y atormentada en el ánimo, a la selección le queda la carta Messi como principio y final de todo.

En el fuego del Mineirao, lo mejor que le pasó ocurrió antes de que empezara el partido: dos abrazos consecutivos con Neymar, después de los himnos y justo cuando se pararon para arrancar. Pero su amigo no puede ayudarlo en esta gestión. Tampoco sus compañeros, según enseña el paso de las fechas. Anoche no le salieron al rescate Higuaín, Di María ni Agüero cuando ingresó. Sólo Enzo Pérez, el rato que jugó, supo leer que lo mejor que le puede pasar a un equipo que tiene a Messi es jugar con Messi. El problema es que tampoco parece entenderlo Bauza, que elige desarroparlo en vez de rodearlo.

Leo trató de que su zona fuera aquella donde hace daño, cerca del área. Pero la soledad primero y el resultado después lo fueron retrasando: si no, la pelota no le llegaría casi nunca. Eso, mientras el partido fue partido y cualquier intento tenía sentido. Después de la puñalada de Neymar, esa que lo dejó con la mirada en los botines, padeció la peor versión de la raquítica era Bauza: un segundo tiempo de espanto, que podría haber llevado el estado de la cuestión a un lugar incluso más subterráneo. Aunque parezca mentira imaginarlo. Impotente, ensayó un pique sin destino, hizo un lateral, se corrió de posición. Búsquedas condenadas a un fracaso colectivo que tendrá su caja de resonancia hasta, por lo menos, el cruce con Colombia del martes.

Al final, cuando el árbitro se apiadó de la paliza, Messi se dio el último abrazo de la noche con otro viejo amigo, Dani Alves, y se fue caminando solo, sin esperar ningún protocolo de saludo grupal. Ni para despedirse de su socio en Catalunya, que celebraba en el otro costado de la cancha.

Serán días difíciles los que vienen, con la palabra crisis repiqueteando y la necesidad de cambiar la energía por una más saludable. Serán días en los que Messi deberá ejercer de capitán, para que las respuestas que no existen empiecen a elaborarse donde se tiene que cocinar la remontada: en el corazón del plantel.

El problema, en todo caso, es que el pretendido salvador de la patria parece obligado a pelear por toda Sudamérica con un cuchillo y un tenedor de plástico.

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