Jack Barsky, el espía de la KGB que se dejó seducir por el sueño americano

Fue un agente encubierto y vivió una doble vida, llegando a decir por amor que tenía sida para no volver a la Unión Soviética

No es un secreto que durante la Guerra Fría los rusos intentaron meter a “agentes infiltrados” en Estados Unidos.

Se trataba de hombres y mujeres que a primera vista eran iguales a los estadounidenses promedio y que vivían vidas normales.

¿Pero qué pasaba si uno de esos agentes no quería volver a casa?

Jack Barsky murió en 1955 a los 10 años y fue enterrado en el cementerio Mount Lebanon, en los suburbios de Washington DC.

Si embargo, su nombre está en el pasaporte del hombre que está sentado frente a mí: un jovial alemán oriental de 67 años, que nació con el nombre de Albert Dittrich.

El pasaporte no es falso. Albert Dittrich es Jack Barsky para las autoridades estadounidenses.

La historia de cómo ocurrió esto es, en palabras del propio Barsky, “inverosímil” y “ridícula”, incluso para los estándares del espionaje de la Guerra Fría.

Sin embargo, como Barsky relata en su reciente autobiografía “Deep Undercover” (Encubierto a profundidad), todo ha sido corroborado por el Buró Federal de Investigaciones de EEUU (FBI, por sus siglas en inglés).

Reclutamiento

Todo comenzó a mediados de los años 70. Dittrich estaba a punto de convertirse en profesor de Química en una universidad de la República Democrática Alemana (RDA) o Alemania del Este, cuando fue reclutado por la KGB -el Comité para la Seguridad del Estado soviético- y enviado a Moscú para recibir entrenamiento sobre cómo actuar como un estadounidense.

Su misión era vivir bajo una identidad falsa en el corazón del enemigo capitalista, como parte de un grupo de élite de agentes encubiertos soviéticos, conocidos como “ilegales”.

“Fui enviado a EEUU para hacerme ciudadano y luego entrar en contacto, en la medida de lo posible, con personas de poder, en particular políticos poderosos”, afirma Jack.

Esta “aventura idiota” -como la llama hoy- “era muy atractiva para un joven arrogante como yo, un joven inteligente”, al que le tentaba la idea viajar al extranjero y llevar una vida “por encima de la ley”.

Llegó a Nueva York en el otoño de 1978, a la edad de 29 años, haciéndose pasar por un canadiense llamado William Dyson.

Dyson, quien había arribado vía Belgrado (capital de la actual Serbia), Roma, Ciudad de México y Chicago, inmediatamente “desapareció del mapa” una vez que cumplió su propósito.

Dittrich comenzó su vida como el estadounidense Jack Barsky.

Una leyenda

La única identificación que tenía era un certificado de nacimiento que había sido obtenido por un empleado de la embajada soviética en Washington.

Barsky contaba con una suprema confianza en sí mismo, un acento estadounidense casi impecable y US$10.000 en efectivo.

También tenía una “leyenda” para explicar por qué no tenía número de seguridad social.

Le contaba a la gente que conocía que había tenido una infancia difícil en el estado de Nueva Jersey y que había abandonado la secundaria. Que luego trabajó en una granja remota por años hasta que decidió darse “una nueva oportunidad” y se mudó a Nueva York.

Alquiló una habitación en un hotel de Manhattan y se dedicó a la compleja tarea de crearse una identidad falsa.

Durante el siguiente año logró usar el certificado de nacimiento de Jack Barsky para obtener un carnet de biblioteca, luego una licencia de conducir y, por último, un número de seguridad social.

Pero sin títulos ni historial de empleo a nombre de Barsky, sus opciones laborales eran limitadas.

Más que codearse con la elite de la sociedad estadounidense -como deseaban sus jefes de la KGB- empezó a trabajar llevándoles paquetes, al tomar un puesto como cartero en las zonas más acaudaladas de Manhattan.

“El trabajo de mensajería terminó siendo muy útil para americanizarme porque interactuaba con personas a quienes no les importaba de dónde venía, cuál era mi historia o a dónde iba”, relata.

“Pude observar y familiarizarme con las costumbres estadounidenses. Y por dos o tres años no tuve que responder muchas preguntas”, agrega.

Ignorancia de los jefes

Los consejos que le habían dado sus jefes sobre cómo integrarse -basados en las observaciones de diplomáticos soviéticos y de agentes radicados en EEUU- “terminaron siendo como mínimo débiles y en algunos casos totalmente falsos”, dice.

“Por ejemplo, una de las órdenes explícitas que me dieron fue que me mantuviera lejos de los judíos. Obviamente era algo antisemita, pero además, algo estúpido considerando que me enviaron a Nueva York, donde creo que hay más judíos que en Israel “, recuerda.

Barsky terminaría usando los prejuicios y la ignorancia de sus jefes respecto a la sociedad estadounidense en su contra.

Pero como agente novato al principio buscó quedar bien con ellos y se metió de lleno en su vida como espía encubierto.

Pasaba gran parte de su tiempo libre zigzagueando por toda Nueva York en misiones de contrainteligencia que tenían como objetivo detectar a cualquier agente enemigo que lo estuviera siguiendo.

Enviaba mensajes por radio de onda corta para mantener informada a la central en Moscú y depositaba mensajes encriptados en diversos puntos de entrega en parques, donde de vez en cuando también retiraba latas con dinero o con los pasaportes falsos que usaba para viajar a Moscú a dar parte a sus superiores.

Cada dos años volvía a Alemania del Este y se reunía con su esposa alemana Gerlinde y su joven hijo Matthias, quienes no tenían idea de lo que hacía. Creían que era un espía muy bien remunerado en la base espacial Baikonur, en Kazajistán.

Los jefes de Barsky veían con buenos ojos sus progresos, con una excepción: no lograba hacerse de un pasaporte estadounidense, algo que lamentaba mucho.

Sin pasaporte

Una vez fue a la oficina de pasaportes en Nueva York y un funcionario le pidió que rellenara un cuestionario en el que se le preguntaba -entre otras cosas- el nombre de su colegio secundario.

“Tenía una ‘leyenda’, pero si alguien investigaba se daría cuenta de que no era cierta”, señala.

Temeroso de ser descubierto, recogió sus documentos y se marchó de ahí, pretendiendo estar enojado por tanta burocracia.

Sin un pasaporte, Barsky se limitaba al trabajo de inteligencia de bajo nivel y sus logros como espía eran, según él mismo, “mínimos”.

Se dedicaba a identificar a reclutas potenciales y elaboraba informes sobre el estado de ánimo del país durante eventos como el derribo de un avión de Korean Airlines por la Unión Soviética, que aumentó las tensiones entre esta y EE.UU. en 1983.

Una vez voló a California para localizar a un desertor (más tarde supo, para su inmenso alivio, que el hombre, un profesor de Psicología, no había sido asesinado).

Parecía que el hecho de estar en EE.UU. y moverse libremente sin el conocimiento de las autoridades era suficiente para Moscú.

“Ellos estaban muy concentrados en tener gente del otro lado en caso de guerra, lo cual creo que, en retrospectiva, era bastante estúpido”, opina.

El mito de los “Grandes Ilegales” -agentes encubiertos que habían ayudado a Rusia a derrotar a los nazis- se extendió por las agencias de inteligencia soviéticas, que durante la Guerra Fría pasaron mucho tiempo tratando de repetir estas glorias pasadas.

Barsky descubrió más adelante que él era parte de una “tercera ola” de ilegales soviéticos en EE.UU. Las dos primeras habían fallado. Ahora sabemos que los ilegales siguieron llegando hasta la década de los 80.

Él cree que “10 a 12” agentes fueron entrenados al mismo tiempo que él. Algunos, dice, todavía podrían estar allí, viviendo encubiertos, aunque le resulta difícil creer que cualquier persona expuesta a la vida en EE.UU. mantenga una fe comunista inquebrantable por mucho tiempo.

Sistema malvado

El plan de los soviéticos era que Barsky obtuviera documentos estadounidenses y se trasladara a Europa, a un país de habla alemana, donde manejaría un negocio.

“Entonces sería muy rico y luego volvería a EEUU sin tener que explicar de dónde provenía el dinero. Así podría socializar con gente importante”, detalla.

Pero el plan fracasó debido a la falta de un pasaporte.

“Me alegro de que no funcionara”, señala.

La KGB le asignó un plan B: estudiar para obtener un grado universitario y poco a poco trabajar para ascender socialmente hasta el punto de poder reunir inteligencia útil, misión que él describe como “casi imposible”.

La parte del grado estaba relativamente asegurada. Barsky había sido profesor universitario en su vida anterior. Se graduó entre los primeros de su clase en Ciencias de la Computación en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, lo que le permitió conseguir trabajo como programador en la empresa de seguros MetLife, en la misma ciudad.

Como muchos agentes encubiertos antes que él, comenzó a darse cuenta de que gran parte de lo que le habían enseñado acerca de Occidente -que era un sistema “malvado” al borde del colapso económico y social- era una mentira .

“Lo que eventualmente suavizó mi actitud” fue la “gente normal, agradable” que conoció en su vida cotidiana.

“(Mi) sensación era que el enemigo no era realmente malvado, así que siempre estaba a la espera de encontrar gente malvada y ni siquiera la encontré dentro de la compañía de seguros”.

Y en MetLife casi se sentía como en casa, dice, “porque era una cultura muy paternalista, de ‘te cuidamos'”.

“Yo quería odiar al país y a su gente y no podía. Ni siquiera me desagradaban”.

Pero Barsky tenía un secreto oculto de sus jefes mucho más grande q ue su vacilante compromiso con el comunismo.

En 1985 se había casado con una inmigrante ilegal de Guyana que había conocido a través de un anuncio personal en el periódico Village Voice, y tenían una hija juntos.

Ahora tenía dos familias , una con cada identidad , y sabía que llegaría el momento en que tendría que elegir.

Finalmente sucedió en 1988, cuando después de 10 años encubierto se le ordenó repentinamente regresar a casa inmediatamente. Moscú había entrado en pánico y creía que el FBI andaba detrás de él.

Hacer cualquier otra cosa que no fuera lo ordenado -agarrar su certificado de nacimiento canadiense de emergencia, licencia de conducir y salir de EEUU- sería potencialmente suicida.

Lo pensó durante una semana. ¿Podría realmente dejar atrás a su hija Chelsea para siempre?

Pero la KGB estaba perdiendo la paciencia. Una mañana, en una plataforma del metro, un agente le entregó un mensaje escalofriante: “Tienes que volver a casa o estás muerto”.

Era hora de pensar en algo.

De las discusiones con sus jefes en Moscú, Barsky había concluido que había tres cosas sobre EEUU a las que la jerarquía soviética temía.

Ya sabía sobre su antisemitismo y su miedo a Ronald Reagan, a quien veían como un fanático religioso impredecible que podía lanzar un ataque nuclear para “acelerar” el bíblico “fin de los tiempos”.

Pero también recordó su actitud “moralmente superior” con respecto a la epidemia de sida y su determinación de proteger a la madre patria de la infección.

Barsky ideó un plan.


El programa de los “ilegales

  • La Unión Soviética comenzó a usar agentes “ilegales” ya desde 1919, quienes vivían en Europa con identidades falsas.
  • A diferencia de los “agentes residentes”, que están legalmente en el país como diplomáticos, no son inmunes a ser procesados si son capturados.
  • El primer ilegal fue enviado a Estados Unidos en 1921, según el archivo de Mitrokhin.
  • Algunos famosos ilegales incluyen a Rudolf Abel, desenmascarado como espía soviético en Estados Unidos en 1957, y Richard Sorge, que se hizo pasar por un periodista nazi en Japón durante la guerra.
  • En 2010, se supo de una operación de 10 agentes rusos cuyo objetivo era espiar a los políticos estadounidenses, entre ellos Anna Chapman (foto)

“Escribí una carta diciendo que no volvería porque había contraído sida , y la única forma de recibir tratamiento era en Estados Unidos”.

“Les dije que no desertaría, no revelaría ningún secreto, simplemente desaparecería y trataría de mantenerme sano”.

Al principio, Barsky vivía en constante temor por su vida, recordando la amenaza en la plataforma del metro. Pero después de unos meses, comenzó a respirar más tranquilo.

Poco a poco bajó la guardia y se instaló como un típico estadounidense de clase media en un cómodo nuevo hogar en el norte de Nueva York.

Aunque se había dejado seducir por el sueño americano y la sociedad de consumo, todavía tenía algunos sentimientos contradictorios.

“Mi lealtad al comunismo, a la patria y a Rusia, seguían siendo muy fuertes”.

Pero en el fondo de su mente siempre quedó la duda de si su pasado se le presentaría. Y, finalmente, un día, lo hizo.

El hombre que lo expuso fue un archivero de la KGB, Vasili Nikitich Mitrokhin, que desertó a Occidente en 1992 -después de la caída del comunismo- con un vasto tesoro de secretos soviéticos, incluyendo la verdadera identidad de Jack Barsky.

El FBI lo observó durante más de tres años, incluso comprando la casa contigua a la suya mientras trataban de averiguar si realmente era un agente de la KGB y, de ser así, si aún estaba activo. Al final, el propio Barsky “confesó” durante una discusión con su esposa, Penélope, que fue interceptada por el FBI.

“Trataba de reparar un matrimonio que se estaba desmoronando lentamente. Le decía a mi esposa el ‘sacrificio’ que había hecho al quedarme con Chelsea y ella, así que en la cocina le dije: S oy alemán, trabajaba para la KGB y me dijeron que regresara a casa . ¡Y me quedé aquí contigo !’.

“Ella dijo: ‘¿Qué pasará conmigo si alguna vez te atrapan?'”.

Era la evidencia que el FBI necesitaba para detenerlo. En una operación meticulosamente planeada, Barsky fue detenido en Pensilvania tras pasar una cabina de peaje en su habitual camino del trabajo a la casa.

Después de bajarse de su auto, un hombre de civil se acercó, le mostró una placa y le dijo en voz baja: “Agente especial Reilly, FBI, nos gustaría hablar con usted”.

Barsky quedó pálido. Pero con sin inmutarse le dijo: “¿Por qué tardaron tanto?”

Trató de aportar la mayor cantidad de información posible sobre las operaciones de la KGB. Pero por dentro temía que sería enviado a la cárcel y que su familia estadounidense se rompiera.

Pero la suerte estaba de su lado. Después de pasar por el detector de mentiras, le dijeron que no sólo quedaba libre, sino que además el FBI le ayudaría a cumplir su sueño de convertirse en ciudadano estadounidense.

Reilly terminó convirtiéndose en el mejor amigo de Barsky y en su compañero de golf.

“Se necesitaron varios movimientos para legalizarme porque yo no tenía prueba de entrada al país. Vine aquí con documentación que fue obtenida de manera fraudulenta, así que tomó más de 10 años lograr la ciudadanía”.

Barsky ahora está casado por tercera vez y tiene un hijo pequeño. También dice haber encontrado a Dios, completando su viaje de comunista ateo a participativo feligrés; todo un patriota estadounidense.

Incluso logró reconectarse con la familia que dejó en Alemania, aunque su primera esposa, Gerlinde, todavía no le habla.

“Tengo una relación muy buena con Matthias, mi hijo y su esposa, y ahora soy abuelo. Cuando hablamos de cosas como que los estadounidenses juegan fútbol contra los alemanes, yo digo ‘nosotros’, respecto de los estadounidenses. Ya no soy más alemán, la metamorfosis fue completa”.

Y el acto final de su historia pasó hace dos años, cuando reveló su extraordinaria doble vida doble en el programa de actualidad “60 Minutos”.

Quiso compartir su historia con el mundo, pero sus jefes de la compañía de electricidad de Nueva York donde trabajaba como desarrollador de software, no fueron tan comprensivos y lo despidieron.

Barsky dice que no tiene remordimientos. Sabe que ha sido afortunado.

“Tengo buena salud. He tenido algunos problemas con el alcohol, pero los superé y tengo una nueva oportunidad de tener una vida familiar. Y otro niño. Finalmente estoy logrando vivir la vida que debería haber vivido hace mucho, mucho tiempo. Tengo mucha suerte”.

Tal vez la suprema ironía de la historia de Jack Barsky es que sólo pudo completar la misión que le había encomendado la KGB , obtener un pasaporte y la ciudadanía estadounidense , con la ayuda del FBI.

No puede resistir sonreír ante la idea de decirle a sus exjefes de la KGB que no fracasó, después de todo.

“No me importaría reunirme con uno o dos de mis excompañeros para decirles: ‘Mira, lo logré!'”.

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