Perdió la memoria de un pelotazo y la recuperó al escuchar una canción

A un futbolista argentino le tocó sufrir durante 46 días, hasta que algo mágico sucedió

Un pelotazo y la nada, el apagón. En un segundo todo lo que sabía se le borró. El nombre de su vieja se le fue. ¿Su viejo sigue vivo? Ni siquiera sabe quién es, ni qué hace ahí tirado en el pasto con tanta gente alrededor. Le dicen que está jugando un partido de fútbol, pero andá a saber qué carajo es el fútbol. Un tipo que está vestido igual que él le muestra una pelota y le pide perdón. Dice que no le quiso pegar. Que rechazó con fuerza y que justo se cruzó y la pelota le dio en la nuca.

-Perdón, perdón, Sergio perdón -insiste, arrodillado-.

Él tiene la mirada extraviada, está desbordado y tiene miedo. Llega la ambulancia. Lo quieren llevar y se resiste. Insisten y se resiste. Hasta que con su mano toca la parte de atrás de su cabeza, siente la deformidad por la hinchazón del golpe y se entrega. La ambulancia arranca hacia el hospital de Río Tercero y César Torres comienza esa mañana de abril de 2007 el largo camino de regreso a su vida.

El amistoso entre Recreativo Elenense y Fitz Simon, dos clubes amateur de la liga Regional de Río Tercero, Córdoba, no se sigue jugando. Nicolás Gigena, el del pelotazo, siente una culpa terrible y obliga al árbitro a suspender el partido. En el hospital ya esperan Teresa y Leopoldo, los padres de Torres. Ella se abalanza apenas lo ve en la camilla y le habla.

-César, ¿qué te pasó?, decime que estás bien -grita mientras le agarra la mano y repite -. Decime que estás bien.

-Disculpe señora -interrumpe el médico-. Su hijo no sabe quién es usted.

César queda internado. Al segundo día, luego de decenas de estudios, el médico le confirma que sufrió una amnesia, que deberá ir a una neuróloga y que cuando baje la hinchazón de la corteza cerebral tiene chances de recuperar la memoria. Las consecuencias graves están descartadas. Mientras tanto, deberá comenzar todo de cero. Al lado del doctor están sus padres y sus tres hermanos. Él sigue sin saber quiénes son, pero elige creerle a Teresa. Entiende que él tiene 21 años, que le dicen Checho y que ella es su mamá.

La cancha donde César perdió la memoria. Foto: Facebook

Los primeros días fueron difíciles para César. En el apuro por rehacer su vida, volvió a la semana siguiente a su trabajo y después de unas horas lo mandaron de vuelta. Su mamá le había contado que hacía tres años laburaba en una fábrica haciendo sanguches de miga y pensó que no iba a ser difícil aprender la técnica otra vez. Además, el reencuentro con sus compañeros tal vez lo ayudaba a recordar cosas. Pero no le salió nada y su jefe le dijo que se quedara tranquilo, que le iban a guardar el lugar, pero que volviera cuando estuviese recuperado en serio.

Hielo en la cabeza. Visitas a la neuróloga. Y charlas interminables con personas que decían que eran sus amigos y familiares. Así fue el primer mes del César sin memoria, en el que tuvo que rearmar de a poco el rompecabezas de su historia. Tardes eternas en las que utilizaba la siesta como remedio para acortar el día. En ese tiempo aprendió que los huesos no se comen, cuando en un asado familiar casi se rompe un diente mordiendo uno. Le enseñaron que chupar agua caliente de una bombilla enterrada en yerba se llamaba tomar mate. Y recorrió cada rincón de Embalse, su pueblo, donde le contaron que vivía desde chico.

Después del primer mes, su familia pasó de la confianza en el médico, que insistía en que César iba a recuperar la memoria en cualquier momento, a la impaciencia. En la desesperación, sus amigos lo llevaron una tarde a la cancha donde había recibido el pelotazo. Era todo desconocido, y cuando le tiraron una pelota la agarró con la mano. Él, justo él, el número cinco con más clase que había tenido Fitz Simon, el que copiaba los movimientos de Fernando Redondo, el que jugaba y hacía jugar, agarró la pelota con la mano, como si fuera un arquero.

Checho, en la casa de sus padres. Foto: Facebook

Era su cuerpo, era su voz, era su mirada, pero no era él. En la televisión, en vez de mirar la preparación de la selección de Basile para la Copa América de Venezuela, miraba partidos de tenis. Antes del golpe había bailado en las fiestas mil canciones de La Mona Jiménez, de Banda XXI, de Rodrigo. Pero después casi ni salía de la casa de sus padres. Ya vas a volver, le decían. Podía ser mañana, en un mes, o en un año. Pero en el fondo empezaba a dudar. ¿Y si no volvía nunca? ¿Tenía sentido quedarse a la espera de un regreso que no llegaba?

A César no le quedaba otra que creer. No había plan B. Tímidamente rehacía su vida, pero apostaba todas las fichas a la palabra del médico, a la explicación científica de que si se deshinchaba el cerebro, volvía. Por eso nunca dejó de ponerse hielo. Ni un día. Ni siquiera esa tarde, cuando ya habían pasado 46 del golpe. Aquel jueves 7 de junio de 2007 se había tirado a la cama a dormir una siesta. Otra vez sin sueño, sin ganas. Para distraerse, tenía la costumbre de prender la radio. La ponía con volumen bajito, y entre canción y canción se iba relajando hasta que se dormía. Esa vez no hizo nada distinto de lo que venía haciendo y a los pocos minutos se durmió. Pero algo cambió.

Se puede caer en la tentación de creer que fue un milagro que justo ese día, a esa hora, en ese minuto en que César se levantaba de la siesta, al musicalizador de la radio se le ocurrió poner una canción de La Mona Jiménez. Que justo César se sentó en la cama y subió el volumen por obra divina. Que empezó a cantarla porque Dios así lo quiso. Que utilizó cada estrofa del tema “Paloma Loca” como la punta del ovillo de un hilo que fue tirando hasta que la cantó completa, y siguió tirando hasta que se acordó de que esa era la casa de sus padres, el fútbol lo más lindo de su vida y Córdoba su lugar en el mundo.

Cuando la canción terminó de sonar, César siguió sentado en la cama, emocionado. Su corteza cerebral se había terminado de deshinchar y recordaba todo. Unos minutos después llamó por teléfono a su mamá. Se abrazó con sus hermanos. Lloró junto a su viejo. Se juntó con sus amigos. Volvió.

Diez años después, César sigue jugando y no le queda ninguna secuela del golpe. Ahora lo hace para Náutico Rumipal, el clásico rival de su querido Fitz Simon. Le costó perderle el miedo al fútbol, pero lo logró en febrero de 2008 y pudo sentirse vivo otra vez en una cancha. Ese mismo 2008 en el que La Mona Jimenez presentó un nuevo disco, el número 78 de su carrera, al que llamó “Vuelvo a vivir…”.

En esta nota

futbol

Suscribite al boletín de Deportes

Recibe gratis el boletín de deportes que un verdadero fan no se puede perder

Este sitio está protegido por reCAPTCHA y Google Política de privacidad y Se aplican las Condiciones de servicio.

¡Muchas gracias!

Más sobre este tema
Contenido Patrocinado
Enlaces patrocinados por Outbrain