Historia de un exiliado político

No intento defender al Senador Republicano Marco Rubio de los ataques mal-intencionados a los que los medios de prensa lo han sometido. Ellos se basan en papeles oficiales pero ignoran la historia.

Hoy quiero escribir de cómo yo me convertí en exiliado en este maravilloso país. Es una historia parecida a la de los padres del senador Rubio. Es un recuento de hechos ocurridos hace más de 50 años.

Les ruego que lean estos con los ojos, el cerebro y el corazón abierto. Amo a Estados Unidos y siempre lo he amado, aún antes de hacerme ciudadano de este país a principios de 1971. Pero eso no me impide también tener en mi corazón al país donde nací; Cuba, tan cercana pero a la vez fruto prohibido a los que creemos en la libertad, los derechos humanos y la democracia.

Mi cuento comienza en abril de 1958 cuando en un colegio norteamericano en Cuba ayudé a organizar una huelga en contra del gobierno de Fulgencio Batista, quien había llegado al cargo en un imperdonable golpe de estado en 1952. A mi padre le dijeron que yo cometía imperti- nencias en contra del régimen y que debía sacarme de Cuba. A los pocos días salí rumbo a una escuela en Connecticut. Salí de Cuba legalmente y entré en EE.UU. con visa de estudiante. En Cheshire Academy estudié hasta febrero de 1959, pero Batista era diferente a Castro y yo podía ir a pasar mis vacaciones en casa.

Cuando Castro derrocó a Batista en enero del 59, yo estaba en Cuba. Pero tenía que terminar mis estudios de secundaria y regresé a titularme. Volví a La Habana por seis meses hasta volver a salir para comenzar mis estudios universitarios en la Universidad de Cornell donde estuve hasta febrero de 1960 cuando decidí que tenía que regresar a luchar en contra de Castro.

Estuve en La Habana de febrero a agosto de ese año. Fui parte de un grupo estudiantil que luchaba en contra del régimen comunista que gobernaba Cuba. Imprimíamos un periódico clandestino y ayudé a distribuirlo en la Universidad de La Habana. Pero en agosto nuevamente tu- ve que salir de Cuba bajo sospecha de estar conspirando en contra de Castro. Fui el úl- timo de mi familia en salir de Cuba. Llegué a Miami con $5 en el bolsillo y mi visa de estudiante. Visa que pronto se convirtió en una de parolee o refugiado como decíamos en aquella época. Ah, un detalle triste. El muchacho que me sustituyó en las actividades clandestinas en Cuba fue arrestado y fusilado por el gobierno castrista.

En Miami no teníamos nada. Viví en casa de mi tío a cuatro cuadras de la escuela secundaria Miami High. Llegamos a ser 26 personas viviendo en esa casa. Los jóvenes dormíamos en un cuatro encima del garaje de la casa donde habían colocado seis camas. Dormíamos por turnos; los que trabajábamos de día dormíamos de noche. Los que trabajaban de noche dormían de día, en las mismas camas. Fuimos mensajeros, estacionamos autos y cargamos maletas y cajas. Ganaba $1 la hora y todos dábamos la mitad de lo que ganábamos para mantener la casa.

Comunicarse con Cuba era prácticamente imposible. No había correo directo entre Estados Unidos y la isla. El correo iba por México y las cartas, cuando llegaban, tardaban seis meses o más.

Así es que yo entré y salí de EE.UU. con frecuencia en el 58, 59, y 60 me convertí en exiliado en el instante que pisé suelo es- tadounidense en el Aeropuerto Internacio- nal de Miami el 20 de agosto de 1960. Si le preguntan a mis hijos, los dos dirán que yo vine aquí como exiliado. Los meses que pasé aquí antes no cuentan porque yo no huía de la dictadura más longeva en la historia del mundo moderno.

Los que quieran cuestionar a Rubio que lo hagan. Lo único que demuestran es su ignorancia.

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