Premio al legado musical de Joe Arroyo

BOGOTA/AP – La imagen no pudo ser más elocuente: el pasado 27 de julio, cientos de miles de seguidores salieron a las calles de Barranquilla a acompañar el féretro del cantante Joe Arroyo.

“Hasta el día de su muerte fue ‘El Centurión de la Noche’. ¡Qué berraco!”, dijo el popular cantante colombiano Checo Acosta, amigo personal de Arroyo e hijo del legendario cantante de boleros Alci Acosta.

Entonces comenzó el mito. La muerte de Álvaro José Arroyo (su nombre completo), ocurrida el 26 de julio a las 7:25 a.m., abrió paso a una agitada polémica, arriesgada y desordenada y loca, como toda discusión musical en Colombia.

¿Fue el Joe Arroyo el más influyente y talentoso artista de la música tropical colombiana del siglo XX? ¿Uno de los más influyentes en la escena musical latinoamericana? ¿Acaso no es el creador de su propio ritmo: el Joeson?

Su legado es innegable para el pueblo colombiano y, aunque en muchos países de Latinoamérica sólo se le conoce en mayor o menor medida, la Academia Latina de la Grabación lo reconocerá con el Latin Grammy a la Excelencia Musical el próximo 9 de noviembre en Las Vegas.

Se trata de un honor especial a la trayectoria -no a un álbum o canción específica- que también recibirán la brasileña Gal Costa, el puertorriqueño José Feliciano, el mexicano Alex Lora, los argentinos de Les Luthiers, el uruguayo Rubén Rada y la estadounidense Linda Ronstadt.

“A Joe no conozco a nadie que no lo haya querido y admirado musicalmente, como persona. Yo soy un fan de su carrera desde hace muchos años”, expresó el presidente de la Academia Latina de la Grabación, Gabriel Abaroa Jr., en una entrevista.

“Este año me pude dar el lujo de hablar con él y cuando le dije que le íbamos a dar este reconocimiento el hombre estaba que brincaba de alegría”, relató. “Me decía, ‘Nada más déjenme tocar’. Y le decía, ‘Joe, no puede tocar, porque si lo dejo tocar a usted tienen derecho a tocar todos los demás’. Y entonces me decía, ‘Pues no me dé el premio pero déjeme tocar’. ¡Esa era la fuerza de la música que tenía este hombre!”.

Aquel negro sabroso nació el 1 de noviembre de 1955 en el barrio Nariño de Cartagena, el asentamiento de los palenqueros, herederos de los negros africanos que escaparon del yugo español en tiempos de la colonia.

En el palenque era claro que el Joe tenía un destino marcado: o era un divo tropical, o era un divo tropical.

En su piel, rodillas y garganta venía tatuada la designación exquisita de los grandes.

Como todos los gigantes del sabor latino y tropical, expresó desde muy niño su obsesión por el canto y, aún cachorro, soñó con zangolotear el esqueleto en una tarima, saludar al público, recibir aplausos, reír, cantar, bailar, gozar y hacer gozar.

A los tres años ya cantaba al lado de su tía mientras hacían los quehaceres de la casa.

“Yo lavaba y tarareaba canciones de moda”, dijo Ayda Cueto, su tía, una de las mujeres que lo crió.

A los ocho años, en su cuadra, en su barrio, ya era una figura musical. Hasta le pusieron un apodo: ‘Voz de Tarro’.

Aquella fábula nació cuando su mamá, doña Ángela, lo enviaba a traer agua de un pozo cercano con un par de canecas de lata. El barrio no contaba con acueducto o alcantarillado.

Álvaro José Arroyo atravesaba las canecas con un palo que apoyaba en su espalda. Cuando llegaba al tanque en la cima de una loma, en la soledad e intimidad del montículo, se ofrecía a sí mismo un show introspectivo: “Me ponía un tarro en la cabeza hasta el cuello, cantaba y, sin saberlo, afinaba. Entonces saludaba a mi público imaginario”, dijo alguna vez a la revista Rolling Stone. “Así, cuando me despedía y decía ‘muchas gracias Cartagena’, yo mismo imitaba las ovaciones de la gente, yeaaaaaaaaaaaaaaah, yeaaaaaaaaaaaaaah, yeaaaaaaaaaaaah”.

“Por entonces, ya era el niño cantante de la cuadra y a todos les causaba curiosidad. Ya la gente lo conocía por su voz y por su truco: la Voz de Tarro”, dijo su tío político, Julio César Ortega.

Fue precisamente él, el viejo Julio, quien comenzó a inscribirlo en concursos de canto de las emisoras locales. “No ganó ni una sola competición porque la ansiedad lo hacía cometer errores”, dijo Ortega.

Luego, gracias a que una noche faltó un cantante para un toque en un burdel, el púber genial, ya todo un cantador extrovertido de 13 años, se vinculó a la calentura de los prostíbulos de Cartagena -en la zona de tolerancia de Tesca-, y representaba el papel del ‘niño entertainment’. Fue de 1967 a 1968.

“Ahí comenzó a cantar el repertorio de Richie Ray y Bobby Cruz”, dice el pianista Víctor ‘El Nene’ del Real, su amigo de adolescencia, quien lo acompañó a los lupanares.

Fue así como el viejo Manuel Villanueva, aquel gran compositor de porros, lo conoció y lo contrató su orquesta para que hiciera parte de los coros. Entonces Alvarito supo lo que era, por primera vez en su vida, la grabación del L.P.: “Hasta el amanecé” (1969).

El Joe fue una fábrica de éxitos que varios países bailaron.

“Pero no fue únicamente la producción”, dijo el famoso salsero venezolano Oscar de León. “Arroyo fue y será un gigante por sí mismo. Su sonido fue el de un grande en la medida en que nadie se le pareció jamás”.

Pero más adelante fue la sombra de sí mismo al aquejarlo un gran dolor en su vida privada. A partir de 2001, cuando perdió a su hija Tania a los 26 años, y a su madre sufrió mucho.

Para nadie fue un secreto que la droga acompañó la vida del cantante. Consumió bazuco -una especie de crack colombiano- desde 1977 hasta pocos días antes de su muerte.

“Nunca lo pudo dejar”, dijo Chelito de Castro, su pianista por más de 20 años. “Pero ojo, no estamos hablando de un drogadicto que destruyera cosas, que perdiera la noción de la realidad, que maltratara a los demás. Se hizo daño sólo a él. En silencio”.

Las mujeres en su vida también fueron un drama insoslayable: con Adela Martelo, su primera esposa, vivió el horror de las primeras enfermedades y la quiebra. Con Mary Luz Alonso, la gloria y el vicio en las alturas. Y con Jacqueline Ramón, la decadencia física y musical, hasta la muerte.

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