Sásabe mantiene viva su historia

El pequeño pueblo de 11 habitantes recrea su identidad atado a la frontera

SÁSABE, Arizona.- Deborah Grider es una güera, una de esas mujeres rubias, de piel blanca que parecen anglosajonas, pero son realmente mexicoamericanas.

Güeras y güeros son comunes en la frontera, donde los estereotipos no son aplicables. Pero aún le sorprende a los visitantes cuando Grider cambia del inglés al español en medio de una frase o cuando les dice que su abuelo, Carlos Escalante, y su tía abuela, Raquel Serrano Weaver, ambos mexicanos, fundaron el pueblo de Sásabe alrededor de 1916.

Les sorprende aún más si ellos asumen que ella es anglosajona y dicen algo malo de los mexicanos.

Si nunca se ha estado en Sásabe, no es el único. Apenas 11 personas viven en el pueblo, un diminuto punto en la frontera, a 115 kilómetros (72 millas) de Tucson.

La única forma de llegar al pueblo es manejar 32 kilómetros al oeste desde Tucson en Ajo Way y entonces al sur en la carretera Arizona 286 desde la Intersección Robles durante casi 80 kilómetros de desierto.

Todo el que ha pasado algún tiempo en Sásabe conoce a Grider. Ella administra la tienda del pueblo, junto con su madre, Alice Knagge.

La tienda ha estado en manos de la familia desde 1932, y usualmente puedes ver a Grider o su madre detrás del mostrador desde el amanecer hasta la puesta del sol. Es la única tienda que queda en el pueblo, y ellas son las únicas dos personas que trabajan allí.

En 1960, la revista Life envió al famoso fotógrafo J.R. Eyerman a tomar fotos de Sásabe luego que el abuelo de Grider pusiese en venta todo el pueblo por medio millón de dólares. El precio incluyó 180 hectáreas de tierras y 29 edificios de adobe.

“Mi abuelo construyó todas esas casas”, dice Grider, quien no revela su edad, no importa cuánto uno indague.

Las fotografías en blanco y negro de Eyerman fueron publicadas en la edición del 28 de marzo de 1960.

En una de ellas, toda la población del pueblo, 30 mujeres, hombres y niños, es vista en una colina, con los techos y postes del tendido eléctrico de Sasabe en el trasfondo. Grider, una niñita con una blusa blanca, el pelo recién rizado, está al frente con su madre, su padrastro, Mike Knagge, sus abuelos, Carlos y Luisa Escalante, y su hermano, Bill, que está mirándose a los pies.

Poco después, la familia de Grider la envió a un internado en Tucson. Grider se pasó 10 años con las monjas en la Academia del Inmaculado Corazón, entonces una escuela católica para niñas.

“Mis abuelos querían que tuviese una buena educación”, dijo Grider.

De niña, Grider vivió en Sásabe solamente en el verano. Ella recuerda que cruzaba la frontera caminando a México para comprar caramelos. Cuando regresaba, los agentes fronterizos “simplemente te dejaban pasar si te conocían”, dice Grider.

Recuerda también que jugaba a las escondidas y al avión con los otros niños del pueblo. Los padres, la mayoría de ellos jornaleros o agentes fronterizos que trabajaban en el punto de entrada, alquilaban las casas de adobe construidas por su abuelo.

Ahora no quedan niños en Sásabe y el pueblo entero es propiedad de un empresario mexicano acaudalado llamado Domingo Pesqueiro.

La escuela primaria San Fernando aún existe, pero sus 17 alumnos provienen de Arivaca y otros pueblos vecinos o del otro lado de la frontera, en El Sásabe.

Grider finalizó la escuela en Sahuarita. Ella se levantaba a las 5:00 a.m. a fin de tomar el autobús para el viaje de una hora y 45 minutos desde Sásabe hasta Sahuarita, en el Green Valley, al norte.

Al terminar la secundaria, Grider se fue a estudiar al Pima Community College en Tucson, pero regresó a Sásabe al año para ayudar a su madre en la tienda.

Grider nunca se casó, ni tuvo hijos. Se mudó de nuevo a Tucson y se pasó casi toda su vida trabajando allí. Pero haciendo exactamente qué, no lo dice.

Todo lo que dice es: “He tenido una vida muy interesante”.

“Tuve muchos trabajos diferentes”, dijo Grider. “También tuve varios negocios. Uno de ellos fue de venta por correo”.

En 2001, Grider regresó a Sasabe para siempre. Vive con su madre en una granja con cipreses. Ha estado trabajando en la tienda desde entonces.

Si se visita la tienda y se tiene suerte, Grider saca unas llaves de atrás del mostrador y lleva al interesado a través del fondo de la tienda -junto a filas de comida enlatada, tanques de propano y camisetas que dicen: “¿Dónde diablos está Sásabe?”- a una puerta pintada de verde y morado.

Un cartel encima dice Hilltop Bar. Y cuando Grider abre la puerta es como un acto de magia. Escondido dentro está el bar más extraño, y muy posiblemente el más pequeño, de Arizona. Solamente 12 sillas y una mesa apenas lo suficientemente grande para jugar baraja.

“Bienvenidos al rincón de los borrachos”, dice una losa de cerámica colgada en la puerta.

Pero no es solo eso lo que hace que el bar parezca extraño. Y no es solamente el tamaño lo que hace extraño el bar. Es la forma peculiar en que las mujeres lo han decorado, una mezcla entre museo y elegancia campestre.

En el piso de cemento hay un par de metates, los morteros de piedra usados por los nativos americanos en tiempos precolombinos. Una vieja escoba y una horca de metal cuelgan de una de las paredes. Una cabeza de venado, regalo de un cazador amigo de Grider, está colgada al otro lado del bar.

Pero lo más estrafalario de todo es un maniquí femenino. Luciendo un sombrero de vaquero y chaparreras de lana, el maniquí está recostado sobre una mesa en medio del bar y agarrando un paquete de cervezas, la eterna sonrisa en el rostro.

“Nosotros teníamos una tienda de ropas. Ella era nuestro maniquí”, dice Grider. “¿Notaste que casi no le quedan dedos? Unos niños del otro lado de la frontera se los rompieron. Ellos pensaron que era real, así que le rompieron los dedos a ver si sangraba”.

El maniquí es apenas un ejemplo del peculiar sentido del humor de Grider.

Encima de la barra, Grider tiene un cartel que menciona los “Especiales de la casa”. Sásabe está en el corazón de uno de los mayores corredores de tráfico de drogas e inmigrantes en la frontera. Usando la terminología fronteriza mexicana, Grider ha preparado cocteles especiales que rinden homenaje a los diversos personajes del área. Un trago, tequila y “un jugo secreto que lo hacen bien suave”, es llamado “La Migra”.

Otro -tequila y una mezcla de Bloody Mary en un vaso con sal y polvo de chile en el borde- es llamado “El pollero” (que trafica humanos).

“Yo puedo decir esas cosas porque soy mexicana, y en México no somos políticamente correctos”, dijo Grider, riendo.

Ella abre el bar solamente dos noches por semana -viernes y sábado- y en ocasiones especiales. Pero usualmente solo están Grider y cuatro o cinco clientes. Algunos son residentes del pueblo, otros son visitantes de La Osa Guest Ranch, un hotel exclusivo que sirve comidas gourmet.

Durante la temporada de caza, en octubre y noviembre, el bar se llena de cazadores que a veces pernoctan en una barraca que Grider alquila a 25 dólares por persona junto a la tienda.

Grider tiene prohibido el uso de palabrotas en el bar. Los usuarios que la violen dejan caer un dólar en el “bote de palabrotas” que ella tiene en el mostrador. Cuando el bote se llena, ella dona el dinero a causas caritativas.

Y es aquí que a veces Grider escucha a gente hablar mal de los mexicanos.

Son usualmente cazadores sentados al bar, después que se emborrachan.

Como ella es rubia, piensan que es anglosajona. Grider, que es jovial y tiene una sonrisa encantadora, les deja hablar por un rato, hasta que revela la verdad.

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