El trabajo dignifica al ser humano

En la gran depresión que empezó en 1929 y dejó a millones sin empleo, Bertrand Russell tuvo la audacia de elogiar la vida ociosa (In praise of idleness, Harper’s Magazine, octubre de 1932). Se opuso a la “ética del trabajo” porque la plenitud humana requiere ociosidad. El milagro creador de la antigua Grecia fue posible gracias al tiempo libre de los que tenían esclavos. Pero los nuevos esclavos (los inventos que aumentan la productividad) se usan para producir más, no para trabajar menos. Propuso convertir el problema del desempleo en la oportunidad de cultivarse y hacer cosas creadoras. Basta con repartir el trabajo y el tiempo libre entre todos, reduciendo la jornada laboral. Una frase del ensayo se volvió famosa: Hay dos clases de trabajo: modificar algo en la faz de la tierra o decirle a otro que lo haga.

Russell recupera la tradición de la vida contemplativa como superior a la activa. En el Génesis y en muchos relatos antiguos se habla de una Edad de Oro: un paraíso donde no hacía falta trabajar. Don Quijote la evoca en el discurso a los cabreros (segunda parte, 11): “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos [cuando] a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle”. Lo recuerda el dicho: “Qué tan malo no será el trabajo que Dios lo puso de castigo”.

Sin embargo, la tradición cristiana asumió el trabajo como valioso. Cristo era carpintero. San Pablo se declaró orgulloso de vivir del trabajo de sus manos; y regañó a los cristianos que dejaban de trabajar en espera del pronto fin del mundo (y vuelta al paraíso): “El que no trabaje, que no coma” (2 Tes. 3). En los monasterios benedictinos, se impuso la consigna: “Ora y labora”. Los verdaderos monjes “viven del trabajo de sus propias manos” (Regla de San Benito, 38).

La exaltación de las manos alcanzó un apogeo en el Renacimiento cuando los artistas (hasta entonces considerados poca cosa frente a los intelectuales) asumieron orgullosamente su creatividad manual. Leonardo llegó a decir que las manos hacen algo comparable a la ciencia, porque “la pintura es mental” (Tratado de pintura, I “Si la pintura es ciencia o no”). En realidad, todo trabajo manual requiere inteligencia y todo trabajo intelectual requiere de las manos.

Hoy abundan las personas orgullosas de sus manos, y no sólo como pianistas, pintores o cirujanos, sino como aficionados a la carpintería, jardinería, cocina, costura, los modelos a escala, los trabajos de bordado, tejido, encuadernación, joyería, juguetería y muchos otros que requieren inteligencia, destreza y aprendizajes. En los Estados Unidos, donde la mitad de los hogares siembra sus propias hortalizas, la antigua tradición del ‘do it yourself’ se renovó por la multitud de hogares donde no hay nadie a horas de trabajo para recibir a un plomero, pintor o electricista. Home Mart o Home Depot ofrecen materiales, herramientas y hasta cursillos prácticos para satisfacer esa demanda. Los portales YouTube y Wikihow explican cómo hacer casi cualquier cosa. Además, abundan las revistas especializadas en orientar a los aficionados.

Mark Frauenfelder, editor de la revista Make, va más lejos en su libro Made by hand: Searching for meaning in a throwaway world. Arguye (nada menos) que hay que usar las manos para entender la realidad. Hace una crónica divertida de las aventuras que ha corrido desde que trabaja en su casa y procura hacer todo, en vez de comprarlo hecho o contratar a un experto. Su libro no es un manual para enseñar esto o aquello. Lo que enseña más bien, con su propio ejemplo, es que no hay que tener miedo, ni desanimarse porque las cosas salgan mal, como le sucede con frecuencia.

Es escritor. Empezó por curiosidad, hablando con los que enviaban artículos para la revista y contagiado por su entusiasmo, aunque no tenía sus conocimientos, experiencia ni habilidad manual. Así se fue embarcando en un proyecto tras otro. También aprendió a sembrar hortalizas y árboles frutales, criar abejas y pollos, desarrollar un sistema ecológico en su jardín, hacer muebles, reparar bicicletas y aparatos, pintar la casa y muchas otras cosas. La más importante de todas: aprendió a aprender, a entenderse con la realidad y los problemas prácticos que plantea, a tener confianza en sí mismo y ser más independiente.

Aunque no cita a Iván Illich (The right to useful unemployment and its professional ennemies), ilustra en la práctica lo que Illich analizó: para el desarrollo personal, no conviene la extrema dependencia del mercado y los expertos.

Algo así soñó José Vasconcelos cuando fue Secretario de Educación Pública y pretendió que las escuelas no fueran solamente de pizarrón, sino de biblioteca, huerto escolar y trabajos manuales. Pero la educación tomó otros rumbos. Irena Majchrzak, maestra polaca que inventó un método alfabetizador basado en el nombre de cada niño (Nombrando el mundo), estuvo en México y visitó los albergues indígenas creados para que puedan asistir a la escuela los niños que viven lejos. Descubrió, con asombro, que no les enseñaban a hacer su propia cama. Así también las universidades producen tecnócratas de pizarrón, que tienen ideas muy teóricas sobre como funciona la realidad.

Alguna vez, un graduado inteligente dijo con toda naturalidad que no sabía cambiar un fusible. Creyendo que era broma, le dijeron: Tampoco sabrás cambiar un foco… A lo que respondió: Un foco sí, pero un fusible no.

Algo es algo.

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