Cazando a los herederos de los narcotraficantes

Como si fueran parias de la humanidad, los hijos y nietos de los narcotraficantes cargan la cruz del pecado cometido por sus padres y abuelos.

Sin duda, ese es un negocio maligno que castiga para siempre a quienes hagan parte de él, incluso a los que se apropian o reciben las riquezas ilícitas sin importarles el origen sucio.

Lo irónico de la cacería contra la parentela de los narcos es que no tiene como fin hacer justicia, sino despojarlos de las ganancias y las propiedades adquiridas, aunque no hayan sido un lucro por la venta de la cocaína y la heroína.

Mónica Ledher carga con el apellido de uno de los socios más grandes que tuvo Pablo Escobar, Carlos Ledher, quien, además de pertenecer al Cartel de Medellín, era un narco excéntrico y megalómano; fue uno de los primeros extraditados (1987) de Colombia a los Estados Unidos, condenado a cadena perpetua y 135 años.

Ledher fue testigo contra el dictador panameño, el General Manuel Antonio Noriega, pero, aunque al narco le prometieron liberarlo por su colaboración eficaz, todavía sigue preso porque sabe secretos de esa época, sobre las actividades de agencias norteamericanas en Latinoamérica.

Ledher era dueño de Cayo Norman, una pequeña isla de las Bahamas, que hoy está desmantelada, como sus propiedades en Colombia. La riqueza de ese mafioso jamás se aprovechó para el servicio del Estado y mucho menos la disfrutó Mónica, que vive con el estigma de ser su hija.

Lo mismo ocurrió con Pablo Escobar, aunque ciertos parientes tuvieron el privilegio de quedarse con una parte de la fortuna, perdonados por un sistema laxo para ellos; pero, la mayoría de la riqueza se dilapidó en manos estatales.

En el caso del antiguo Cartel de Cali, los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, quienes fueron extraditados y purgan una pena que se asemeja a una cadena perpetua por su edad, los hijos están siendo procesados y perseguidos en Colombia.

Los Rodríguez son recordados por financiar la campaña del presidente Ernesto Samper en 1994 y por infiltrarse en la sociedad, siendo amigos y confidentes de jerarcas de la iglesia, dirigentes, senadores y ricos.

Hoy, los hijos de Gilberto, Humberto, Alexandra y Jaime Rodríguez Mondragón, son condenados en la picota pública por delitos que ellos no cometieron. En un proceso sesgado y manipulado, solo para apropiarse de las riquezas que pudieran tener, los acusaron de lavado de activos.

Las culpas de los padres no las pueden heredar los hijos.

Decepciona saber que la sociedad jamás ha visto que las fortunas confiscadas a los carteles del narcotráfico sirvan a programas de rehabilitación de drogadictos o suplan las necesidades de las víctimas de la violencia o el terrorismo causado por ese negocio perverso.

Las distribuyen, de una manera ladina e ineficaz, entre entidades y funcionarios públicos que, por lo general, las evaporan, como por arte de magia, del sistema fiscal estatal o se traspapelan en presupuestos del Estado; las propiedades urbanas o rurales casi todas son abandonadas porque no hay autoridad que sepa administrarlas.

Deben recordar los que se apropian de esos dineros siniestros que llevan consigo una sombra trágica.

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