La biblioteca del futuro

La directiva de la biblioteca pública de Nueva York está sumida en un debate acalorado que no debe ganar. La premisa es que la función de la institución ha perdido vigencia, por lo que una reinvención cabal es necesaria. El problema es que la propuesta de remodelación es nefasta.

La propuesta tiene varios componentes. El principal es remodelar la central en la Calle 42 de manera tal que se convierte en una plataforma de encuentro intelectual. Casi la mitad de sus tres millones de volúmenes serán transferidos a Nueva Jersey. Estos libros y los que permanezcan en la central circularán entre el público, lo que hasta ahora estaba prohibido. Además, un sinnúmero de computadoras serán instaladas y posiblemente un café. Para solventar los gastos se pondrán a la venta algunos edificios de que es dueña la biblioteca, entre ellos una sucursal en el centro de Manhattan y otro dedicada a las ciencias, la industria y los negocios.

Anthony W. Marx, el nuevo director (a quien conozco y que hasta hace poco era presidente de Amherst College, la universidad donde enseño), enmarca el debate como si fuera una lucha entre el pasado y el futuro, entre la barbarie y la civilización. Repite una y otra vez ante los medios que la majestuosa biblioteca pública de Nueva York está obligada a cambiar a riesgo de convertirse en una institución obsoleta.

Marx tiene razón pero su solución está equivocada. Trasladar tantos volúmenes a un depósito a varias millas de distancia dificultará la investigación académica, que es una de las funciones principales de la biblioteca pública de Nueva York, una de las más importantes del orbe. Y si bien responde al anhelo democrático que nos define como país, la circulación de los libros es insensata porque hay grandes tesoros que deben ser protegidos y porque en la actualidad el acceso a libros es fácil en general y otras entidades pueden efectuarlo sin temor a decimar su acervo. La peor estrategia, a mi gusto, es la inclusión de un majestuoso Starbucks. Ni hablar de las computadoras, a las que hoy todo el mundo tiene acceso de cualquier manera.

La propuesta de remodelación es bienvenida solo si el progreso se define de manera coherente. De efectuarse los cambios sugeridos por Marx, el esfuerzo intelectual que a diario efectúan miles de investigadores será difícil de lograr. La situación es complicada porque Marx carece de los conocimientos necesarios en el área de la bibliotecología y ésta es la primera vez que ocupa un puesto dirigente en una de ellas.

Hace un par de años, cuando yo contemplaba la posibilidad de reorientar mi carrera profesional como director de una biblioteca, él me recomendó que no lo hiciera porque los conocimientos necesarios para comandar una institución de esa índole vienen con el estudio y no con la intuición. Por eso mi sorpresa fue enorme al enterarme que Marx había sido nombrado director de la biblioteca pública de Nueva York.

En septiembre del año pasado, él fue arrestado por conducir en estado de ebriedad y por abandonar la escena del crimen donde chocó su automóvil (más bien, un vehículo que era propiedad de la biblioteca). Su licencia fue suspendida por seis meses y él ahora tiene un record criminal. Su coyuntura personal es pues precaria. Él heredó los planes de remodelación de la administración anterior.

¿De verdad cree en ellos? Quizás sí. Al fin y al cabo, antes de mudarse a Nueva York, Marx aprobó una propuesta para la biblioteca de Amherst College que incluye un café. Sea como sea, me da la impresión que su defensa de la propuesta de remodelación de la biblioteca pública de Nueva York tiene mucho que ver con su deseo personal de reclamar la confianza de su junta directiva, que se tambalea desde hace tiempo.

Sin duda que los cambios experimentados por la industria librera en los últimos años han alterado el papel de las bibliotecas. Pero su futuro solo es incierto si no sabemos restituir su función social inteligentemente.

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