El amor único de la abuela

Extracto del libro de Víctor Cruz

En mi casa se cenaba todas las tardes a las cinco en punto. No importaba lo que estuviera pasando en el parque o en la calle, si faltaba solo un punto para ganar un partido de baloncesto o si estábamos en la segunda entrada del noveno inning de una contienda de béisbol callejero, yo tenía que estar en la mesa para cenar a las cinco en punto, sin excusas ni pretextos. Recuerdo que pataleaba y me quejaba sobre lo injusto que era que todos mis amigos se podían quedar haciendo deporte hasta muy tarde en la noche. Pero mi abuelo y mi abuela tenían las mejores intenciones.

Sabían que si estaba en la casa a las cinco, cenando con ellos, no estaría en ningún otro lugar metiéndome en líos. Si no llegaba a cenar a las 5 p.m., no cenaba esa noche, simple y llanamente. Y a mí me encantaba comer, pues la comida de mi abuela era deliciosa. El olorcito de sus chuletas de cerdo se sentía a una cuadra de distancia y cuando pienso en sus arepas todavía se me hace agua la boca.

Practicábamos deporte con los otros niños del vecindario en la calle justo bajo la ventana de la cocina de mi abuela. Todas las tardes, a las 4:55, ella me gritaba desde el tercer piso, “¡Víctorrrrrr!” y yo me moría de la vergüenza. Los otros niños se burlaban de mí y, tratando de imitar lo mejor posible la voz de una puertorriqueña de 60 años, gritaban “¡Víctorrrrrr!”. Yo me sonrojaba y luego se me pasaba.

Una vez, ignoré sus gritos para ir a comer y decidí seguir jugando en la calle un juego llamado “wallball”. Después de unos minutos de silencio, miré a mi amigo Corey y parecía que estaba viendo un fantasma detrás de mí. Me dijo: “¡Ehh!… Víctor, creo que ahí viene tu abuela”. Cuando me volteé, allí venía, calle abajo, como un vendaval con su bata floreada y el cinturón negro de cuero de mi abuelo en la mano. Mi abuela había salido a la calle, sin importarle que llevaba puestos los rollos en la cabeza y calzadas sus pantuflas blancas peludas, y traía la mirada desquiciada de una mujer que ha sido despreciada.

Los otros niños se morían de la risa y, como vivíamos en una calle de una sola vía, mi única opción fue pasar corriendo a su lado. Me persiguió como Ray Lewis. Logré escapármele, temblando y sudando todo el camino, y subí como una flecha por la escalera los tres pisos hasta la mesa del comedor. ¿Esos movimientos que ves en el campo de fútbol americano los domingos? Esos no los perfeccioné en un lujoso campamento de verano de fútbol, sino evitando a mi abuela, cinturón en mano, en la calle 20 del este.

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