Hacer una escena, no es hacer política

Los jóvenes inmigrantes ilegales que fueron traídos al país cuando eran niños y se criaron aquí —los así llamados DREAMers— a menudo son tan egocéntricos como los muchachos nacidos aquí.

Han estado, durante años cocinándose en el mismo adobo de falta de respeto, narcisismo, sentido de tener derecho a las cosas, arrogancia y desprecio por la autoridad. Todo se centra en torno a ellos.

Aún así, todavía se comenta, en la comunidad latina, el vergonzoso espectáculo que recientemente estropeó la largamente anticipada audiencia sobre la reforma migratoria en el Comité Judicial del Senado. Justo segundos antes de que miembros del comité se aprestaran a escuchar el testimonio del alcalde de san Antonio, Julián Castro, tres jóvenes sentados en la parte trasera de la sala se pusieron de pie y declararon a voz en cuello que eran “indocumentados y no tenían miedo”.

¿Y cuál es, exactamente, su causa? No lo dijeron. Estaban tan ocupados anunciándose a sí mismos al mundo, que nunca llegaron a declarar lo que querían. Parece, lo que querían era atención.

Supuestamente, los manifestantes desean que los legisladores creen un camino a la ciudadanía para los indocumentados. Lo sabemos porque los DREAMers no se han mostrado exactamente tímidos para presentar sus demandas. Y no se trata sólo de tres personas. Algunos de sus estallidos han ocurrido en todo el país. Muchos de nosotros estamos de acuerdo sobre la necesidad de un camino a la ciudadanía. Lo que es extraño es que los tres manifestantes pensaran que mostrar desacato a los miembros del Congreso —demócratas y republicanos— era un buen paso para alcanzar su objetivo.

En lugar de avergonzarse a sí mismos, ¿por qué no dejar que los funcionarios hablen —y se avergüencen a sí mismos? Eso se aplica especialmente a los republicanos, quienes no parecen haber encontrado un argumento nuevo contra la legalización de los indocumentados en los últimos 20 años.

El representante Blake Farenthold, republicano por Texas, preguntó: “¿Cómo evitamos crear un incentivo para que la gente continúe viniendo al país?”

He aquí mi respuesta: “Querido congresal: si usted realmente no quiere que venga más gente a Estados Unidos ilegalmente, la solución es simple. Vaya a su distrito y organice una reunión municipal de madres y esposas suburbanas, rancheros, agricultores, dueños de empresas de construcción, y restaurantes, y dígales que dejen de contratar inmigrantes ilegales.”

Ya con o sin intención de hacerlo, esos bulliciosos jóvenes también mostraron falta de respeto por Castro, quien había sido invitado a ofrecer sus opiniones sobre la inmigración. Ése es el mensaje para nuestra juventud: “¿Quieren aparecer en el noticiero de la noche? Vayan a la universidad de Stanford y a la Escuela de Derecho de Harvard, logren ser electos alcaldes y pronuncien el discurso central en la Convención Nacional Demócrata. O, si todo eso parece ser demasiado trabajo, pueden simplemente agarrar un cartel y hacer una escena en una audiencia del Congreso. De cualquier manera, las cámaras los encontrarán.”

Al final, los manifestantes parecieron tontos y lamentables. También dispuestos a jugar con lo que, según algunos, es la mejor oportunidad que han tenido los indocumentados en décadas para legalizar su categoría migratoria.

Y ahórrenme el argumento de que esto fue parte de la gran tradición estadounidense de desobediencia civil. No es así. Desobediencia civil es desafiar una ley injusta y después aceptar el castigo. Eso es someterse a la autoridad y no rechazarla en la manera en que lo hicieron los manifestantes.

Entonces, ¿cuándo se disculparán los manifestantes inmigrantes por su explosión? No ocurrirá nunca.

¿Por qué? Porque estar enamorado del sonido de su propia voz significa no tener que decir nunca: “Lo siento.”

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