Estoy acostumbrado a políticos que mantienen sus cabezas bajas y pocas veces dicen algo interesante, porque temen que los ataquen. Son pocos los que dicen lo que piensan, y se preocupan más en hacer su trabajo que en tratar de conservarlo.
Así es como se ha conducido el senador Ted Cruz, de Texas, en los primeros meses de su cargo, y el establishment de Washington está horrorizado. Cruz es amigo mío desde hace 10 años, y no puedo decir que me sorprenda.
En el exclusivo club del Senado, pedir que los demás rindan cuentas puede causarle problemas —por lo menos, si uno es republicano.
En mayo de 2004, durante una audiencia del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado sobre abusos en Abu Ghraib, Irak, los demócratas Carl Levin, Hillary Clinton, Edward Kennedy y Robert Byrd interrogaron agresivamente al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld.
En abril de 2007, durante una audiencia del Comité Judicial del Senado sobre los despidos de diversos fiscales federales, los demócratas Charles Schumer, Patrick Leahy, Dianne Feinstein y Dick Durbin arremetieron contra el procurador general, Alberto Gonzales.
Sin embargo, si es un republicano el que interroga de esa manera, se le compara a Joe McCarthy. El nombre del tristemente famoso senador de Wisconsin, quien, en los años 50, expresó que los comunistas habían infiltrado los organismos de gobierno. Todo en un intento por desacreditar a una brillante joven estrella del Partido Republicano, que es más amenazadora por ser hispana, antes de que pueda causar más daños —a la oposición.
En el boletín de Cruz han colocado el sello “no juega bien con sus compañeros”, porque este hombre de 42 años acribilló a preguntas a Chuck Hagel, en su audiencia de confirmación para la secretaría de Defensa.
Cuando se propone un candidato para el Gabinete, la Constitución indica que los senadores deben “recomendar y consentir”.
Considerado como uno de los mejores abogados constitucionales del país, Cruz ha escrito más de 80 informes para la Corte Suprema y ha alegado en nueve ocasiones ante ese tribunal.
Cruz no daba su consentimiento para que Hagel dirija el Pentágono. Ése es su derecho. En la audiencia, Cruz explicó sus motivos.
El senador Bill Nelson, de Florida, regañó a Cruz, diciendo que “se había pasado de raya” en su interrogatorio a Hagel. El Comité de la Fuerzas Armadas, expresó Nelson, tiene la reputación de tener “un cierto grado de cortesía y urbanidad”, que la conducta de Cruz no respetó.
¿Cortesía y urbanidad? He aquí el problema. Nelson dijo que Cruz cuestionó el “patriotismo” de Hagel.
No lo hizo. De hecho, Cruz inició su interrogatorio agradeciendo al veterano de la Guerra de Vietnam por sus servicios.
Lo que Cruz cuestionó —con la precisión de un fiscal de primera— fue la franqueza de Hagel. Se le pidió al candidato que proporcionara más datos financieros que la ley requiere, y Hagel no lo hizo. Y aunque, según Cruz, Hagel pronunció una docena de discursos pagos, el año pasado, por una suma total de más de $200.000, Hagel sólo declaró cuatro de ellos.
No sabemos nada sobre la mayoría de los discursos y sobre quién los pagó. Tampoco sabemos por qué, tal como señaló Cruz, el gobierno iraní vitoreó la nominación de Hagel. ¿No deberíamos saberlo?
En la política, se juega a la ofensiva o a la defensiva. Los liberales en el Senado, y en los medios, están alterados por la desafortunada manera en que Hagel se defendió, entonces han pasado a la ofensiva contra el nuevo senador de Texas.
No me malentiendan. Sólo hay un problema con la conducta de Cruz. Y es que, en una entidad conocida por su cortesía y urbanismo, es la excepción y no la regla.