Buscan trabajo, en desventaja

MÉXICO, D.F.— Los tatuajes de Guillermo Espinosa son un orgullo o un pesar, según el lado de la frontera en que se miren: en Estados Unidos, el sol azteca y las iniciales de sus hijos en iconografía prehispánica que lleva en brazos y pantorrillas son un símbolo de identidad, pero en México es sinónimo de conflicto.

“Ninguna empresa me ha querido contratar aquí por ellos”, explica.

Este joven de 31 años y padre de tres chicos regresó a la capital mexicana en marzo de 2008 y desde entonces ha encontrado empleo solo en oficinas de Gobierno como chofer y gestor de trámites burocráticos porque en la iniciativa privada fue rechazado cinco veces.

Espinosa es solo la punta del iceberg de una creciente problemática que mantiene en alerta a las oficinas de atención al migrante en México porque a la falta de empleo se agregan los prejuicios culturales, que descalifica en automático a los “diferentes”.

Él era en la Unión Americana un experto en colocar antenas para televisión por cable en la empresa Dish, la misma que en su sucursal mexicana dio más peso a los tatuajes que a su experiencia laboral.

Miguel Ángel Vega, coordinador del Fondo de Apoyo Migrante de la Secretaría del Migrante en Michoacán, se refiere a esta situación como un fenómeno de oferta-demanda donde prevalecen prejuicios sociales.

“No hay oportunidades de trabajo para los que están aquí, menos para los que llegan con nuevas ideas en la vestimenta o con expresiones que pueden considerarse aquí como problemáticas”, dice.

Según cifras oficiales, el número de desempleados en el país es de alrededor de 2.4 millones, que se suman a los 29.5 millones ubicados en la economía informal sin seguridad social.

Mientras los que nunca han emigrado se adaptan a las escasas oportunidades laborales aún con bajos salarios, para los otros representa el primer desencuentro.

El empleo de Guillermo Espinosa, por ejemplo, es inestable (no tiene contrato) y mal pagado (gana el equivalente a 400 dólares mensuales). Se aferra a él sólo porque no tiene otra opción como padre soltero de tres niños—de 11, 10 y seis años—.

Tiene la custodia de los hijos norteamericanos desde que una carta de ICE lo llevó a a intentar regularizarse en Ciudad Juárez, donde el consulado rechazó el trámite.

Espinosa no pudo volver con su familia y la separación terminó en divorcio. “Las cosas se hacen en caliente, ¿quieres a tus hijos allá o no?”, le dijo un día la mujer por teléfono.

“No tuve dudas”, recuerda Espinosa. “Aunque sabía todo lo que iba a pasar para mantenerlos en México, le dije que sí”.

Fue con esta urgencia y la ayuda del Fondo de Apoyo al Migrante del Distrito Federal que estableció un negocio de tacos para obreros que vendía afuera de las fábricas, pero que fracasó. “Había mucha competencia”, resume.

Cuando los migrantes de retorno enfrentan la falta de empleo la mayoría opta por el comercio informal o crear un negocio pero se topan con la inexperiencia: las oficinas estatales de Atención al Migrante coinciden en que el 80% de estos intentos fracasa, principalmente por la falta de asesoría en la consolidación y el presupuesto.

Lilia Luna regresó a México con 59 años y desempleada durante meses en Los Ángeles. Al llegar creó una pequeña compañía repostera que instaló en el pequeño departamento de 60 metros cuadrados de su hermana, al sur de la capital mexicana; es su casa y negocio.

Tiene esperanzas con las ventas que arrancó en 2012 pero le faltan herramientas publicitarias para la promoción: no sabe cómo anunciarse en Internet, mucho menos cómo hacer una página Web, y los folletos impresos diseñados por ella misma apenas atrajeron la atención de su vecina.

“Tengo que vender por lo menos el doble para que pueda decir que es un negocio redituable para sobrevivir”, observa.

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