La dama de los hielos en East Harlem

Hace 11 años que Magdalena Rivera vende 'ices' en East Harlem y su puesto de ventas siempre se llena de niños.

Hace 11 años que Magdalena Rivera vende 'ices' en East Harlem y su puesto de ventas siempre se llena de niños. Crédito: fOTOS Silvina Sterin Pensel

Magdalena Rivera no necesita mirar el reloj, una verdadera estampida de pequeños que corren hacia ella le recuerda que son las 2:30 de la tarde. Rubios, morenos, delgados, morruditos, de trencitas algunas; con gafas otros; los hay de todo tipo y color. Sonrientes, le extienden un billete de un dólar o cuatro quarters, -el costo de la felicidad cuando se es niño- y adquieren el bien más preciado: un helado. ¿Me da uno de Coconut? Solicita uno casi en susurros; “Rainbow”, exige otra pequeña. ¿Rainbow qué? agrega su nana, ‘Rainbow, Pleeease.’

La fila de bajitos compradores, a la que se incorporan sin disimulo padres y niñeras, serpentea a la salida de la escuela pública 198 en la esquina de la 96 y la 3ra avenida pero Magdalena no se amilana y continúa abriendo y cerrando las tapas de los baldes de ‘coquito helado,’ casi sin pausa. “Los niños me dan mucha energía”, dice mientras sirve uno de Tamarindo. “Me gusta ver sus caras cuando deciden qué gusto pedir y sus ojos iluminarse al recibir el helado. Son mis mejores clientes”.

Esta mexicana del Puerto de Veracruz lleva once años ayudando a los neoyorquinos de East Harlem a combatir las sofocantes temperaturas veraniegas y se ha ganado su lugar a fuerza de buena vibra. “Si alguien no llega con el cambio, le digo, tómelo de todas formas, no hay problema. La mayoría regresa a pagarme luego y hasta me da una propina. Ser amable da resultado”. Pero la estrategia de esta Jarocha no solamente se edifica en base a sonrisas; también aplica el marketing. Cada balde de helado está adornado con una toalla roja que combina a la perfección con su playera carmín. Luego están sus delantales: “Si no llevo mandil siento que me falta algo y me gusta ser creativa con los diseños”, apunta mientras posa con uno repleto de fresas. “Tengo otro con sandias, uno con ositos pandas y uno del Mickey Mouse”.

Ni ella ni su carrito pasan desapercibidos y no hay vecino que no la conozca, especialmente en las George Washington Houses, donde Magdalena se establece cada mañana a eso de las 11. “Hablo con todos y ya tengo mis comadres. Me dejan ir al baño en sus apartamentos y si algún día no vengo me llaman enseguida

La camaradería también se extiende a sus competidores quienes, según se encarga de enfatizar, llegaron después que ella a la esquina que hoy comparten. “Ellos son egipcios”, dice señalando con el índice a los vendedores de Kebab a unos pies de distancia. “Y Zoila es guatemalteca, ¿no Zoilita?” La muchacha que exprime naranjas asiente. “Aquí no hay rivalidades”, afirma Magdalena. “Hoy por ti mañana por mí. Si los muchachos cruzan a rezar a la mezquita, yo los cubro y cuando necesito el baño, viene Zoila o viceversa. Nos cuidamos mutuamente”.

Hace trece años que llegó a Nueva York junto a su marido poblano buscando nuevas oportunidades. “Nosotros también éramos nuevos porque somos los dos divorciados y él ya había vivido aquí. Me dijo, ‘vámonos, te gustará. Y no se equivocó, adoro Nueva York”.

Dulce y paciente, es difícil de creer que tenga enemigos pero Magdalena sí los tiene: el mal tiempo y los policías. “Estoy obsesionada con el pronóstico para no salir cuando hay probabilidad de lluvia o tormenta y los policías a veces hacen problema pero la mayoría no se resiste a un buen coco helado”.

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