Fútbol para lelos

Los tiempos han cambiado pero la pasión permanece

Raúl Jiménez (centro) puso a soñar de nuevo a toda la afición de  México con un espectacular gol que le dio una sufrida victoria por 2-1 sobre Panamá.

Raúl Jiménez (centro) puso a soñar de nuevo a toda la afición de México con un espectacular gol que le dio una sufrida victoria por 2-1 sobre Panamá. Crédito: ap

Papeles

Ya que estamos en plenas eliminatorias al mundial del Brasil, recordemos que en l922, a los 17 años, el español Pepe Samitier fue fichado por el Barcelona, de España, a cambio de un reloj que daba la hora hasta de noche y por un traje con chaleco. La aldea global acaba de asistir a las transacciones más grandes de la historia: el becerro de oro (Real Madrid) acaba de pagar millones y millones de dólares por el galés Gareth Bale y por mantener en sus filas al portugués Ronaldo, “prima donna” del balompié.

Los uruguayos que ganaron las olimpiadas de fútbol de los años 24 y 28, jugaban por amor al arte de dar patadas. Les pagaban en felicidad. En la felicidad que provoca jugar. Vivían de otros oficios, recuerda el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Hoy día, se avería una pierna de Messi, y tiembla el Wall Street del gol.

El “Charro” José Manuel Moreno, argentino, rechazó en el año 52 una oferta para jugar en el Nacional, de Uruguay. Prefirió el Defensor, para estar cerca de sus amigos. Su paisano, Messi, acaba de pagar 5 millones de dólares que se le había “olvidado” consignarle al fisco. (El brasileño Adriano también regresó Río para estar más cerca de sus camaradas).

Adolfo Pedernera, estrella de River Plata, de Argentina, quien jugaba “como quien cultiva orquídeas”, no quería que el partido de fútbol terminara nunca. Hoy también tampoco sucede lo mismo. El pragmatismo ordena terminar los 90 minutos para ver cómo anda la bolsa. Está bien que así sea: el cuarto de hora del futbolista duro lo que dura un suspiro.

Obdulio Varela, uno de los héroes uruguayos que le ganó a Brasil el Mundial-52, en su patio, el Maracaná, ante más de 200 mil aficionados, la mayor parte de ellos de pie, celebró anónimamente la victoria en los bares de Rio, bebiendo cerveza y abrazado a los vencidos que nunca lo reconocieron. De regreso a Montevideo, se disfrazaba de vecino para que no lo identificaran. Hoy los astros consideran una derrota social no aparecer en la portada de Hola.

El Nobel de literatura, Albert Camus, jugaba de portero pues era donde menos se gastaban los zapatos. El jugador de la era de Internet tiene colecciones de zapatos que harían aparecer a la filipina Imelda Marcos como una “pobre viejecita”.

Antes de partir con la cuenta bancaria en estrepitosos ceros, el divino Mané Garrincha, del Brasil, sentó esta jurisprudencia de vida: “Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí”.

En 1928, el uruguayo Adhemar Canavessi, otro que jamás conoció el manicure, se bajó del bus que lo llevaba al estadio para jugar una final contra Argentina. Consideró que era ave de mal agüero para su equipo que había perdido antes con él en la cancha. Regresó al hotel y ganó Uruguay. Kaká, del Brasil, por fin logró regresar al futbol italiano después del eclipse total de fútbol que vivió bajo el reinado de Mourinho.

Pedro “Perucho” Petrone, volvió a su país después de un fugaz paso por la Fiorentina, de Italia, el país del cineasta Passolini quien dejó dicho antes de partir: “El poeta del año debería ser el goleador del campeonato”. A “Perucho” lo regresaron a las playas de Montevideo, el fascismo, el hastío y la nostalgia.

Así y todo, muchos seguimos copiándonos de Eduardo Galeano, y vamos por el mundo pidiendo la limosnita de una buena tarde de fútbol.

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