Miguel Vilela: El señor de los lápices

El apodo  'Señor de los Lápices' proviene de su labor solidaria donando durante años este elemento escolar a colegios de Tumbes, la región donde nació en Perú.

El apodo 'Señor de los Lápices' proviene de su labor solidaria donando durante años este elemento escolar a colegios de Tumbes, la región donde nació en Perú. Crédito: Silvina Sterin Pensel

NUEVA YORK — En el noroeste del Perú, en una zona cercana a la frontera con Ecuador, su nombre aún resuena y para muchos adultos jóvenes todavía está bien fresca la labor de Miguel Vilela, aquel hombre elegante que llegaba a sus escuelitas —rurales, humildes y perdidas en el campo— para entregarle a cada uno un lápiz. “Hace poco me llamó un muchacho de unos treinta años para contarme que cuando fui a su escuela primaria en el distrito de Corrales a él le di un lápiz que decía New York y que tanto le gustó que no quiso gastarlo y lo guarda como un tesoro”.

La voz de Miguel se quiebra un poco, pero el grato recuerdo le da impulso y desde su casa en Elmhurst este hombre de 77 años aprieta imaginariamente el botón de rebobinado para regresar a aquellos recorridos de a pie donde, con su maleta repleta de lápices amarillos, visitaba jardines de infantes y escuelas en los lugares más remotos de su querido Tumbes, el departamento del Perú donde nació y pasó su infancia.

Con sonrisas enormes y risitas nerviosas, clases enteras de pequeños recibían a este hijo pródigo de vuelta en su tierra después de años de vivir en la Gran Manzana. Con paciencia y la mano extendida esperaban su regalo, el elemento escolar más básico, pero también el más vital. “Yo intentaba avisar con anticipación en las escuelas para que supieran de mi visita”, cuenta Miguel “y estuvieran presentes. De todas maneras, si ese día había ausentes, yo volvía al día siguiente y al siguiente, hasta poder verlos. Unicamente daba los lápices en mano”, afirma solemne y orgulloso de su propia regla.

Tumbes es una region tropical regada por el río del mismo nombre y colorida a pesar de las carencias. “A mí nadie tuvo que alertarme sobre la falta de lápices. En mi escuela en San Jacinto usábamos los pocos que teníamos hasta el final, hasta el mero borrador”, sostiene acariciando la goma color rosado.

Una vez terminada la escuela primaria —la única instrucción que recibió— Miguel siguió su camino. Eventualmente se unió a la Marina y acumuló aventuras y mundo como marino mercante. Fue un cargamento de azúcar el que lo trajo al puerto de Nueva Jersey y allí conoció a Margarita, su esposa. “Por ella me mudé en los ’70 a Nueva York”, sostiene nostálgico, “pero nunca dejé de extrañar mi lugar”.

Los lápices que lo reconectarían con su país lo sorprendieron mientras hacía su trabajo limpiando oficinas. “De cinco de la tarde a una de la mañana limpiaba en la sede de la Cruz Roja y una noche descargando los botes de basura vi que en muchos había lápices. Lápices que aquí descartaban por nada, quizás una mina rota o un poquito saltada la pintura. Mientras los sacaba del cesto pensé ‘estos lápices harían felices a los niños de Tumbes’ y no encontré mejor manera que llevárselos yo mismo”.

El primer viaje cargó en su maleta unos 50 y los repartió entre los niños de un jardín de infantes de San Jacinto. “Ver tan contentos a los niños y a los maestros fue mi combustible y empecé a planear más viajes. En cada uno aumentaba la cantidad de lápices que llevaba y también muchos que compraba nuevos”, relata Miguel.

Cuando el cargamento llegó a ser de miles, Miguel tuvo un episodio en la Aduana de Perú. “Me detuvieron pensando que los llevaba como negocio, así que después oficialicé un poco mi gesto y conseguí cartas del Consulado y de varios colegios que confirmaban que lo mío era por ayudar”.

Trabajador, solidario y curioso Miguel realizaba su trabajo siempre con los niños de los caseríos de Pechachal, de Capitana y de Cristales en mente. “Hacía años que vivía en Nueva York, pero seguía sorprendiéndome tanto esta filosofía de tirar y descartar cosas útiles”, comenta. “Como en la Cruz Roja daban clases de primeros auxilios, también recolectaba guantes, nuevecitos, que botaban y cajitas de gasas. Empacaba todo a un ladito de los lápices y eso terminó en el hospital de niños de Lima.”

Hace ya un tiempo que ‘el señor de los lápices’, como empezaron a llamarle tanto en Perú como aquí, no regresa a su tierra, pero Miguel confía que todos los que ha estado acumulando en un rincón en su hogar en Queens pronto estarán en las manitos de sus dueños. “Ellos son los que pueden sacarle el máximo provecho y con ese lápiz escribir un futuro grande para Perú”.

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