Filipinos ignoraron alertas sobre gravedad de tifón

Aunque dos días antes del evento las autoridades exhortaron a la gente a que se moviera a zonas altas o a refugios, muchos no tomaron en serio el llamado

Militares trasladan a una envejeciente a la base aérea Villamor, en Filipinas.

Militares trasladan a una envejeciente a la base aérea Villamor, en Filipinas. Crédito: AP / NMCS, Lance Cpl. Anne K. Henry

TACLOBAN, Filipinas — Dos días antes de que asomase el tifón Haiyan, las autoridades recorrieron esta ciudad con altoparlantes y exhortaron a la gente a que se fuese a zonas altas o se refugiase en centros para evacuados. Las alertas fueron transmitidas por radio y televisión.

Algunos se fueron. Otros no.

Muchos residentes decidieron hacerle frente a los fuertes vientos, las inundaciones y los deslizamientos de tierra que acompañan los tifones que azotan esta nación. Pero nadie estaba preparado para lo que deparó el sistema, un aluvión de seis metros de altura (20 pies) que avanzaba directamente hacia ellos.

“Se suponía que estaba en una zona segura”, relató Linda Maie, quien se quedó en su vivienda de una habitación más de medio kilómetro (un tercio de milla) tierra adentro. Había escuchado las alertas, pero dijo que su vecindario en Taclobán “nunca sufrió inundaciones en mis 61 años”.

Su familia compró comida en lata, agua y velas y cubrió el televisor, computadores y electrodomésticos con bolsas de plástico. Pero cuando su hija Alexa Wung, de 16 años, se despertó a las cinco de la mañana del viernes, en medio de fuertes vientos y una intensa lluvia, estaba claro que Haiyan no era una tormenta común y corriente.

La casa temblaba. Los pisos de madera y los marcos de las ventanas crujían. Al asomarse a una ventana, Alexa vio puertas y pantallas que volaban por todos lados.

El vecindario se venía abajo.

Empezó a filtrarse agua por las hendijas de la puerta en la pequeña vivienda donde residen Alexa, su hermano y su madre. Hasta que se produjo una especie de explosión que derribó la puerta y la casa se llenó de agua hasta las rodillas. En cuestión de minutos llegaba al pecho.

A esta altura la familia estaba subida a una mesa, mirando con horror lo que sucedía. El hermano de Alexa, Víctor Vincent, miró hacia el techo en busca de alguna salida. Pensaron en escaparse, pero Linda no podía nadar.

Alexa observó su teléfono celular. Eran las 8:30 de la mañana.

“Sabía que si gritábamos, nadie nos escucharía”, expresó. “Estábamos totalmente aislados”.

Y el agua seguía subiendo.

Un infierno de agua

Pasó más de un día hasta que el mundo exterior se enteró de lo que estaba pasando.

Haiyan fue uno de los tifones más fuertes de que se tenga memoria, con vientos de hasta 315 kilómetros (195 millas) por hora. Y dejó totalmente aisladas a una cantidad de comunidades donde se cortó la luz y no funcionaban los teléfonos celulares.

Los filipinos le tenían más miedo al viento que al agua. Y no pudieron hacer nada cuando un enorme caudal del líquido azotó edificios supuestamente seguros donde se habían refugiado muchas de las 800,000 personas que evacuaron la zona costera.

“Todo el mundo sabía que se venía una tormenta fuerte”, dijo Mark Burke, un estadounidense que vive en Taclobán con sus tres hijos y trabajaba como piloto civil. “Pero nadie sabía que se venía este infierno”.

El agua creció tanto que mucha gente hizo agujeros en los techos de sus casas para escapar.

Burke y sus hijos se fueron a una habitación, hasta que una bola de barro atravesó la puerta. La cama matrimonial estaba flotando.

“Nos subimos entonces al piano, que también salió flotando por un pasillo”, contó el sobreviviente. “El agua seguía subiendo. Al final fuimos al altillo y nos quedamos allí un día y medio”.

Objetos volaron

En otra parte de la ciudad, Eflide Bacsal estaba con su familia en la cocina cuando se escuchó un estruendo causado por el agua.

“Fue como hubiese explotado una bomba”, dijo su hermana Gennette, de 23 años. “Como un terremoto”.

El agua penetró por las ventanas y barrió con Eflide, quien trató de aferrarse a algo, sin éxito. No podía respirar. No podía pensar. No podía ver. Presa del pánico, comenzó a tragar agua. Todo se puso negro. Sintió que se moría y se entregó.

De repente apareció una mano, la de su padre, que la tomó de la camisa y la sacó a la superficie.

Padre, hijas y la madre se fueron al segundo piso y esperaron allí que pasase la tormenta.

Otros parientes no fueron tan afortunados. Un primo fue decapitado por un metal que volaba por el aire cuando salió de una iglesia en la que se había refugiado, pero que fue inundada totalmente.

Un hermano de Genette, Gonathan, de 38 años, murió al ser golpeado por objetos que volaban por el aire, incluidos clavos y un pedazo de metal que se le clavó en el cuello.

Una ciudad irreconocible

Alexa y su familia no podían creer lo que veían. Ni que un tifón fuese capaz de generar semejantes inundaciones.

Hasta que la madre probó el agua y se dio cuenta de que era salada. Fue ahí que cayeron en cuenta de que era agua de mar.

Alexa sintió que un pez le tocaba la espalda y se asustó.

Cuando la familia ya desesperaba, el agua comenzó a ceder.

Salieron a recorrer la ciudad y vieron que había sido destruida. Había escombros por todos lados. Vidrios, árboles derribados de raíz, generadores eléctricos retorcidos.

La gente estaba desconcertada.

“Taclobán estaba irreconocible”, dijo Alexa.

Cadáveres y peste en las calles

En medio de la destrucción había algo más: cadáveres. Y cinco días después del tifón, todavía quedaban algunos en las calles. La gente los cubría con lo que encontrase.

Los residentes cargaban las pocas pertenencias que recuperaron y se tapaban la boca y la nariz para evitar la pestilencia.

Un camión anaranjado recorría el pueblo buscando víctimas. En lo que supo ser un negocio de recordatorios, fueron colocados 170 cadáveres envueltos en bolsas negras.

Máquinas topadoras barrieron los escombros de las calles principales, pero las aceras siguen repletas de todos los objetos imaginables: altoparlantes, máquinas de escribir, cables, árboles de navidad artificiales.

No ha habido distribución de alimentos. El principal hospital de la ciudad está destruido. Casi no quedan medicinas. La policía persigue cartoneros y ladrones.

Todavía no llegó la ayuda humanitaria y la gente duerme en sus viviendas destruidas.

La situación es incluso peor en las afueras de Taclobán. El martes, helicópteros militares recorrieron la zona y vieron un lago con cadáveres flotando y gente pidiendo ayuda a gritos, con improvisados carteles.

Aviones de carga para rescate

Aviones de carga estadounidenses y filipinos entraban y salían constantemente de Taclobán el miércoles. Cada aparato puede transportar no más de 150 personas.

Gennette y Eflide pudieron llegar a Cebú. Burke y sus hijos viajaron a Manila.

Alexa y su madre caminaron dos horas hasta el aeropuerto en la esperanza de poder irse de allí. Víctor les dijo que se fuesen así y que él podía cuidar la casa sin tener que preocuparse de buscar comida para ellas.

Las dos estaban al principio de una cola para abordar un avión. Pero cuando llegó el aparato se produjo un arremolinamiento de gente tan feroz que una niña de siete años se desvaneció. Alexa y Linda no lo soportaron y se hicieron a un lado.

Se sentaron en una acera, bajo una sombrilla. Alexa lloraba. Decía que el gobierno no estaba haciendo nada para ayudarlos.

El nuevo plan era irse en autobús a la capital.

Alexa dijo que volverá algún día a Taclobán.

“Los filipinos tenemos un dicho: mala hierba nunca muere”, expresó. “Cuando sea seguro, cuando haya electricidad, cuando se pueda vivir, volveré”.

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