Un mural hecho de sacrificios y sueños

El joven artista Emet Sosna (camisa azul) y los trabajadores de Belmont Park junto al mural que crearon.

El joven artista Emet Sosna (camisa azul) y los trabajadores de Belmont Park junto al mural que crearon. Crédito: Cortesía:

La mayoría se traslada montando bicicleta, otros caminan y algunos, los menos, manejan un carro pero cualquiera sea el modo de transporte, es vista obligada para todo el que pasa por allí. De enormes dimensiones, —20 pies por 30— el mural ha cambiado completamente la fisonomía del lugar. “El sitio está más alegre”, comenta Emet Sosna, el artista que lideró la creación de la pintura, refiriéndose a los casi 50 acres donde están los establos y las viviendas de quienes trabajan con los caballos en Belmont Park, el hipódromo de Long Island famoso por ser donde se corre el último segmento de la Triple Corona.

De un total de aproximadamente 1,000 trabajadores casi todos son latinos y Belmont es para ellos más que una fuente de empleo; Belmont es su hogar, a veces, por décadas. Entre los que cepillan y peinan a los pura sangre, los que los alimentan, quienes los ensillan y les cambian los cascos y quienes los caminan y pasean hay, en ocasiones, tíos y sobrinos, primos o hermanos y algunos han formado su familia allí en el mero predio.

El trabajo es duro, puramente físico y cada jornada es idéntica a la anterior e idéntica a la siguiente. “Cuando me llamaron para pintar con los trabajadores”, dice Emet, “me encantó la idea de aportar algo creativo a sus rutinas que son bien sacrificadas”.

Al principio lo miraban con cierta desconfianza y lo bombardeaban a preguntas: Que de dónde venía, que cómo había conseguido ese trabajo, que cómo iban a pintar si ellos nunca lo habían hecho. “también yo estaba muy intrigado”, apunta este joven muralista de treinta años a quien el ‘Backstretch Educational Fund‘, -una organización que dicta clases de inglés entre los groomers-, convocó para llevar a cabo el mural.

Con el tiempo, se fueron conociendo. Emet les contó que es de San Francisco pero que hace 8 años vive en Brooklyn y les mostró fotos de un primer mural que pintó en Oakland, California. Los trabajadores se fueron abriendo; narrándole anécdotas de Chiapas y otros pueblos de México o confiándole cuánto dinero envían a Perú para mantener a sus familias.

“Les conté que pintaríamos el mural en la pared de la oficina del doctor, que es el lugar más central de todo el complejo que incluye los bungalows o especie de cabañas donde ellos viven, una cafetería, un mercado y distintas cosas que hacen que esta parte menos conocida de Belmont sea una verdadera ciudadela”, narra Emet, aún soprendido por este mundo que descubrió.

En base a dibujos que los propios trabajadores hicieron, Emet diseñó el mural. “En nuestro primer encuentro les pedí que pensaran en algo significativo de aquí o de sus países y lo llevaran al papel. Algunos dibujaron guerreros aztecas, otros escenas cotidianas de su trabajo con los caballos y otros, paisajes de sus pueblos”.

Durante los meses que duró el proyecto, Emet llegaba puntualmente a las 11 de la mañana y llamaba por celular a los trabajadores. “Hola, les decía, estoy aquí. Unos venian rápido; otros nos veían pintando y se sumaban”. Del grupo original de 30 quedó uno más leal de 11, incluida una artista y amiga de Emet, Melissa, que lo ayudaba con el idioma cuando al joven muralista las palabras en español le eran esquivas.

“Les toca estar en las pistas de carrera a las 4:30 de la mañana y para las 11 ya están agotados. Fue un esfuerzo muy grande que sólo unos pocos pudieron hacer”. Entres ellos está María Robles, una muchacha peruana y veintiañera que subía sin problemas la altísima escalera para pintar la parte superior del mural. También Santiago Rodríguez y Roberta Salcedo, ambos mexicanos; ella una veterana de Belmont, ya en sus sesenta, que apoyaba su bastón en la pared y se agachaba sin quejarse dando color a los diseños de abajo.

Enfrentando todo tipo de clima, los trabajadores fueron completando la pintura que requirió varias capas para llenar las grietas de la pared hasta concluir la fabulosa obra. “El mural presenta

una carrera distinta a la que ellos están acostumbrados. Es una carrera entre el trabajo corporal y la fantasía; entre poner el cuerpo y dejar volar la imaginación. Son sus sueños y su realidad; sus anhelos y lo que viven todos los días”.

Terminada la obra, el miedo a la brocha del comienzo fue reemplazado por sucesivos wows y sonrisas emocionadas y ahora nadie es indiferente a la gigante pintura que trajo vida a este lugar más bien despojado, de paredes blancuzcas y techos de chapa verde. “Su esfuerzo es diario”, señala Emet “y esta pared es a la vez tributo y prueba de ello”.

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