Ohio, la otra frontera

Cada martes en la noche un recinto en Painesville, Ohio, reúne inmigrantes con un denominador común: son protagonistas o daño colateral de la maquinaria de deportaciones del gobierno.

Al conversar con varios de ellos, sus comentarios reflejan el sentir de la comunidad: no creen que haya posibilidades de reforma migratoria legislativa por ahora y esperan que el presidente Barack Obama los ampare, irónicamente, de las políticas de deportación de su propia administración.

Familias completas integradas por indocumentados, residentes permanentes y ciudadanos llenan el local donde la organización HOLA de Painesville provee orientación a quienes han perdido un familiar por las deportaciones, o que están peleando la suya o la de otros.

A poco más de una hora de distancia, en Lorain, Ohio, otros inmigrantes viven situaciones similares. Allí también hay un capítulo de HOLA y otra organización de apoyo comunitario, El Centro, también los asiste.

En la Parroquia del Sagrado Corazón, en Lorain, converso con seis mujeres, madres de familia, que batallan contra su propia deportación o la de sus esposos.

“No podíamos ir ni al parque en paz porque allí estaba la Patrulla Fronteriza… Gracias a Cel estamos más aliviados”, dice María, quien enfrenta una orden de deportación, refiriéndose al puertorriqueño Celestino Rivera, jefe de la policía de la ciudad de Lorain, que no reporta indocumentados a las autoridades migratorias.

Cuando se piensa en la Patrulla Fronteriza no vienen a la mente Lorain o Painesville. Sin embargo, las deportaciones se han nutrido de las detenciones de inmigrantes radicados, algunos por más de dos décadas, en pueblos y ciudades entre las dos instalaciones de la Patrulla Fronteriza en Port Clinton, Ohio, y Erie, Pennsylvania. La justificación central de su presencia es la frontera con Canadá. La realidad es que la Patrulla Fronteriza opera al interior del país (hasta 100 millas de la frontera) y se beneficia de las colaboraciones con departamentos de policías locales que les entregan inmigrantes detenidos por infracciones menores de tránsito o cualquier excusa que les permita solicitar documentos.

Sus historias son similares: casi todos provienen de Guanajuato, México, y vienen a trabajar en los viveros que llaman “nurserías”. Otros trabajan en campos agrícolas, construcción, fábricas. Tienen hijos ciudadanos y vidas establecidas. No suponían una carga para el gobierno, aunque irónicamente una detención y eventual deportación suponen que familias que nunca solicitaron beneficios públicos lo hagan para sustentar a sus hijos ciudadanos porque el proveedor fue deportado, languidece en un centro de detención o no puede trabajar. Gastan miles de dólares en fianzas y abogados para pelear las órdenes de deportación.

“Yo no tengo récord criminal aquí, nada de nada, y duré cinco meses en un centro de detención. Trabajé 12 años en una factoría supervisando a 40 personas, ganaba bien, pagaba impuestos. Por esto nuestro fondo familiar de emergencias se terminó y tuvimos que pedir cupones para alimentar a mis hijos ciudadanos, algo que nunca tuve que hacer mientras trabajaba”, dice otro inmigrante que enfrenta la deportación.

La potencial consecuencia política de esta crisis no debería caer en oídos sordos de los dos partidos. Los hijos de estos inmigrantes son ciudadanos, algunos ya son votantes y otros lo serán. Tienen familiares votantes que han visto a un Partido Republicano vapulear a los inmigrantes y bloquear la reforma migratoria, y a una administración demócrata deportarlos.

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