Son unos extraños al volver a casa

Los golpes psicológicos del repatriado que busca adaptarse a su terruño

MÉXICO — El tiempo se fue volando desde que Fernando García se deleitó con el mole que preparó su mujer para ver el lado positivo de la deportación: ¡al fin! serían una “pareja normal” que vive feliz en el mismo hogar con sus tres hijos.

Pero una vez pasada la euforia la realidad golpeó a la cara a toda la familia: son extraños en la misma casa que batalla con sentimientos de frustración y alegría; ira y tristeza; desesperanza y miedo.

El padre porque había vivido casi la mitad de su vida en Estados Unidos -desde hace 16 años- mientras su familia permanecía en un rancho de Tuxpan, Michoacán, mantenidos por los dineros que permanente enviaba García como sostén del hogar hasta octubre pasado.

Este michoacano fue uno de los 241,493 migrantes mexicanos que fueron repatriados desde Estados Unidos en 2013, de acuerdo con cifras de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE); muchos de ellos, padres acostumbrados a ser sólo proveedores de sus familias radicadas en sus comunidades de origen.

Xóchitl García, la mujer que soñó durante años el retorno de su esposo, cuenta que la realidad ha sido muy “difícil” porque antes sólo lo veía cuando éste se atrevía a cruzar la frontera para ser por unos días un cariñoso huésped en México antes de volver a partir.

En cambio, tras el retorno forzado, aquel príncipe se vuelve a ratos un ogro: “a veces ya no me abraza, habla poco o critica mi aspecto físico”.

Fernando explica que su lejanía emocional, la “tristeza” e “impotencia” es porque se siente “desesperado” porque antes podía comprar las medicinas a su madre (que sufre migraña) o los zapatos a sus tres hijos: Uriel, Óscar y Ángela.

Pero más allá de la situación económica reconoce que a veces se siente “feliz” de estar en la casa que construyó con su trabajo en EEUU- y de ser el jefe de familia a pesar que su hijo mayor se siente desplazado como autoridad y en la crianza familiar de ganado.

“Ahora los niños los tienen que pedirle permiso al papá y no les gusta ni se acostumbran a que siempre esté aquí”, cuenta Xóchitl. Del otro lado, Fernando aún no deja atrás los lapsos de depresión que manifiesta “siempre fumando y caminando por toda la casa”.

La familia reconoce que tiene un problema que no puede resolver y desconoce que es un caso digno de atención psicológica, ¿qué es eso?, se preguntan. Ni siquiera hay un “loquero” por ahí o lo desconocen.

El sistema de Desarrollo Integral de la Familia DIF cuenta en algunas de sus sedes estatales con este tipo de servicios, pero no en todas las poblaciones.

En Michoacán, desde noviembre de 2013 la Secretaría del Migrante estatal, con apoyo de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, brinda atención psicológica a los migrantes y a sus familiares pero sólo 30 personas han acudido a estos servicios.

“La atención emocional es mal vista, los migrantes dicen ‘yo no estoy loco estoy bien’, y no buscan la atención”, afirma la psicóloga del albergue de migrantes víctimas de violencia Casa Tochán, Nelly Porras Morales.

El doctor Javier Urbano, coordinador del Programa de Asuntos Migratorios (Prami) de la Universidad Iberoamericana, alertó que si no hay una atención psicológica hay mayores probabilidades de que en estas familias haya violencia intrafamiliar.

De 2005 a 2010 fueron deportados casi 1.4 millones de mexicanos, la mayoría de ellos hombres menores de 35 años a quienes los siguen sus familias para no quedar separados como ocurrió a Edgar Romero, de 30 años.

Romero, oriundo del Estado de México, fue deportado en 2007 cuando tenía 23 años. Su exesposa y su hija de tres años se quedaron en EEUU, pero seis meses después regresaron a México para encontrarse con él.

Cuenta que los primeros meses de haber sido deportado “tenía muchas emociones encontradas” porque no estaba con su hija: “Mi exesposa reclamaba que no estuviera con la niña que a diario preguntaba por mí y quería verme”.

La psicóloga Porras refiere que si los síntomas de desorden psicológico no son atendidos, el repatriado puede volverse una carga familiar o provocar violencia doméstica y empujar a algunos miembros o él mismo al alcoholismo o la drogadicción.

Edgar recuerda que los primeros cuatro meses que llegó a vivir a casa de su madre, en el municipio de Ecatepec, lloraba encerrado en su cuarto todas las noches, reprochándose, furibundo, por no haber ahorrado dinero cuando estuvo en EEUU y no haberse hecho de un patrimonio.

“Mi madre era atenta, me preguntaba qué quería de comer y yo no le decía nada porque no quería levantarme hasta tarde y me sentía extraño en mi propia casa: yo no encajaba ahí”.

Sin embargo, no podía mudarse sin empleo. Pero por más que buscaba, no encontró trabajo durante meses hasta que una amiga suya le ofreció laborar en una sastrería donde permaneció hasta hace un mes, que creó su propia sastrería en la que hasta ahora sólo recibe dos trabajos por semana, apenas para pagar la renta del local.

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