El loro que eligió el silencio

A Roberto no le quedaron muchas alternativas junto a Roberta

Le presenté los loros a mi nieta Sofía, de dos años y monedas.

Le presenté los loros a mi nieta Sofía, de dos años y monedas. Crédito: Morguefile

Papeles

La lora Roberta “habla” hasta por las plumas. En realidad más que hablar, repiten. Según el profesor Lázaro Carreter hablar pscitácicamente es hablar como los loros. Pero sigamos.

Nuestra heroína vive en un eterno y bullicioso domingo. Es políglota a su manera: A veces tiene voz de hombre, otras de mujer. Son las voces que escuchó desde que se conoce. Convirtió a sus amos en una especie de telepronter: los ve, y se larga a hablar.

Habla por ella y por Roberto, con quien hace agitada vida marital. Roberto, convertida en antípoda de su consorte, decidió no desatar palabra a pesar de que los dueños le gastaron academia para loros en Medellín, Colombia, su ciudad.

Tal vez leyó en una vieja revista de peluquería que Gandhi callaba los lunes para liberar estrés y trabajar libre de indeseables, y decidió convertir su vida en un lunes perpetuo.

A Roberto lo trajeron de regreso a casa para ver si aprendía a hablar al lado de su parlanchina “costilla”, pero decidió que su mundo es el silencio con plumas y que este es más elocuente que la palabra.

Un pajarito chavista, hecho en Venezuela, me contó por qué Roberto decidió no hablar: en señal de protesta porque los loros no saben que hablan, o que repiten, de la misma manera que las computadoras de ajedrez no se alegran con los triunfos, ni derraman lágrimas en las derrotas.

Roberta parece educada por monjitas porque se niega a decir palabras feas por más que sus amos trataron de enseñarle algunas del repertorio clásica. Como la que empieza por la hache.

Como los loros tienen lengua de gato, Roberta solo admite al desayuno chocolate tibio con pan, y en la tarde arroz, mucha fruta … y escuchar toda clase de voces grabadas para mejorar su rendimiento. Es la ética de su condición de loro. O lora, para utilizar el lenguaje incluyente de las feministas.

De noche, a los loros, como a los corruptos con suerte, les dan una jaula por cárcel para evitar que el gato del vecindario se los engulla. El “tigre en miniatura” dio buena cuenta de otro loro, Epaminondas —su verdadero nombre ha sido cambiado por respeto a su memoria- que prometía mucho en el campo del blablabla.

Hablaba más que Timochenko, el lenguaraz jefe de las Farc, pero al gato le importó un comino este detalle y se lo almorzó.

Le presenté los loros a mi nieta Sofía, de dos años y monedas. La pequeña mostró el mismo asombro del personaje de García Márquez cuando conoció el hielo. Parecía encantada de que voces como la de su abuelo salieran detrás de un mundo de plumas. Desde entonces trata de decirme Roberta (por lo pronto, me dice algo así como “Obeta”).

Luce una virtud adicional nuestro bípedo plume que es como para ponerlo a figurar en páginas del Guinness Record: tiene complejo de gallo. A las siete en punto, ni un segundo antes, suelta la lengua. Cuando se les atrasa el reloj a sus mascotas, sus amos, lo ponen con el de ella y se ahorran relojero.

El de estos loros parece un matrimonio feliz. Al menos cumple con un presupuesto elemental para que haya paz conyugal: que una de las partes guarde absoluto, sepulcral silencio, en las peleas.

Los dueños del insólito dueto están pensando cobrar por escuchar a Roberta. Y, obviamente, por oír callar a Roberto.

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