Mínimas historias de amor y amistad

Otros amores eran tan fugaces como un bolero de Los Romanceros o de Gómez y Villegas, o tan prolongados como un viaje en tren

Lo nuestro fue devastador, para mí un tsunami platónico... porque nunca supo de mi amor.

Lo nuestro fue devastador, para mí un tsunami platónico... porque nunca supo de mi amor. Crédito: Morguefile

A riesgo de parecer engreído, pero amparado en la impunidad que brinda el día dedicado al amor debo confesar que a mí la plata me la dieron en mujeres. Por ello decidí revelar solo “parte” de mi prontuario erótico en el entendido de que la envidia es mejor provocarla que sentirla:

Gloria: Tendríamos doce años y compartíamos barrio Aranjuez, en Medellín, donde me enamoré de sus trenzas, de su piel y de sus pecas que hacían de su rostro un cielo estrellado, como se les dice a las pecosas para indemnizarlas. Yo le llevaba tres meses y dos sueños eróticos de edad. Ella me abochornaba con sus ojos perturbadores. Lo nuestro fue devastador, para mí un tsunami platónico… porque nunca supo de mi amor. Tampoco se enteró de que cuando no me determinaba en la calle me volvía ateo. Si no me volví anoréxico es porque entonces “eso” no se usaba. En todo caso, no comía: “Comida se le da, ganas no”, me decía mi madre. Como no podía viajar a Estados Unidos a hacerme operar de su desamor, me alivié cuando nos fuimos a vivir a ochenta cuadras “luz” de su desdén.

Con Kristy, mi primera novia (un nuevo amor siempre es el primero, dicen), cometí el único verso de que he sido incapaz. El verso fue tan malo que perdí a mi amada y las musas huyeron despavoridas. A espaldas de las hermanas de la Presentación, nos enviábamos tímidas cartas de amor en un libro de taquigrafía Gregg simplificada que conservo a un suspiro de mi computador. Por supuesto, en taquigrafía sólo aprendimos a escribir: Te quiero. Cuando sus padres estaban cerca, vigilándonos, ella, aprendiz de pianista, jugaba al braille con las teclas intentando Para Elisa, de Beethoven. (A “Para Elisa” la utilizan desde siempre para anunciar paletas en la calle. Nadie sabe para quién trabaja, señor Beethoven). Otras veces pagaba los platos rotos algún nocturno de Chopin. Cuando nos quedábamos solos, nos desquitábamos oyendo boleros de Orlando Contreras o de Los Panchos. “Te querré, Kristy, morirás amada”, decía el estribillo de mi poema. Pero ella quería vivir de amor, no morir. Lo supe 40 años después del lapsus. Una vez me enterró en vida con una carta enviada décadas después. La esquela, redactada en frágil letra Palmer, empezaba así: “Oscar, mi querido ex amigo…” Mi corazón quedó pagando escondederos a peso de por vida.

Leticia: La conocí cerca del parque de Belén. Le gustaban las muñecas y el croché, a mí los balones, quebrar bombillos y viajar en zancos. Nos separamos por incompatibilidad de juguetes.

Su nombre no era Margot, no llevaba boina azul y en su pecho tampoco colgaba una cruz. Pero me demostró que uno se puede ennoviar de una sonrisa y de una mirada.

Fita no conseguía novios. Nos coleccionaba. Éramos pañuelos desechables en su corazón siempre enemigo personal de la monotonía.

Ángela tenía un corte de pelo cola de pato que me sacaba el aire. Nos “encontrábamos” en los Rosarios de Aurora en la Iglesia de La Magnolia, en Envigado. Nunca fui capaz de desatar palabra en jurisdicción de sus caderas. Jamás me dio ni la hora de la semana pasada. Me provocaba darle un beso donde decía: “de nuestros enemigos”, según había leído en un poema.

Una tarde, Beatriz y yo, sin proponérnoslo, nos dimos a la tarea de perder la virginidad. Discrepamos sobre la forma como iba el agua al molino sexual. Yo insistía en que el asunto se consumaba por la “evidente” y céntrica vía del ombligo. Ella tenía información privilegiada distinta. “¿Entonces vas a saber más que yo?”” le pregunté desde el penthouse de mi prepotencia. Salí por la puerta de atrás de su vida. Las mujeres no los resisten más ingenuos que ellas, fue la lección con la que me le enfrenté después a la vida.

Lupe volvía hilachas corazones en las faldas de Robledo. Era mayor siete novios que yo. A sus espaldas, le dedicaba mis mejores suspiros. Y las canciones que ponían en el piano (traganíquel) de la cantina de la esquina. Como todavía no hay traducción al español del esperanto de los suspiros de un aprendiz de amante, tampoco supo que me hacía subir por las paredes de mis ganas.

María Eugenia, de La América, no volvió a salir conmigo desde cuando le agarré la mano una noche en que dos estrellas currucutiaban en el cielo. Le dio miedo quedar embarazada si nos tomábamos de las falanges.

Gloria C., mi “otra” primera novia, nos daba casquillo a los muchachos del barrio Belén. Tenía sonrisa, mirada y caminado de mujer fatal. Su séquito de admiradores no sabíamos qué era una mujer fatal. Ella tampoco. Nos enamoraba con el misterio que sabía crear a su alrededor. La mirábamos con la ternura del perrito de la Víctor. Ella nos miraba con curiosidad de paleontóloga. Aun así, viéndola, nos provocaba creer en Dios, siguiendo el verso de Géraldy. Todos nos proclamábamos novios suyos… pero donde ella no se diera cuenta. Habríamos sido capaces con su amor, pero no habríamos resistido que nos rectificara en público. Nos faltó ropita, audacia y desodorante para enamorarla.

Marcela, de Laureles, se me quedó grabada en la nariz por el perfume Caron (q.e.p.d., el perfume, no ella) que usaba, hurtado a su hermana mayor, así como yo aparecía con las camisas de mi hermano y sus gafas Ray Ban. Cuando me parece encontrar su perfume en la calle, en otra anatomía, sigo el hilo de esa Ariadna paisa y le pido papeles a su propietaria a ver si me reencuentro con aquella delgada metáfora de tacón bajito y ojos color miel, según mi daltonismo.

Con Mariú, del Barrio Lleras, en El Poblado, sólo nos veíamos los domingos de siete a ocho de la noche. Con su madre, escuchábamos por radio la Hora Católica. Imposible imaginar mejor “ménage à trois”. El nuestro fue un romance teológico con el fondo de la voz melancólica del padre Fernando Gómez. “Nos separamos como dos extraños cuando toda la sangre nos unía”. Años después nos vimos en el cruce de una calle bogotana. Nos sorprendió tanto vernos tantos años después que nos “ninguniamos” el uno al otro después de repasar las huellas del tiempo en nuestros rostros. Supe que me vio. Supo que la vi. Extraño réquiem para un amor que también era eterno. Mientras duró.

Luz Helena, Luzhache, para su entorno de íntimos menores de diez años. La sardina de Buenos Aires vendía besos a través de la ventana de su casa a la piernipeludocracia de la cuadra. Solo ahora desearía encabezar la lista Forbes de millonarios para gastarme 40 mil millones de dólares en sus besos, con boca y todo.

Otros amores eran tan fugaces como un bolero de Los Romanceros o de Gómez y Villegas, o tan prolongados como un viaje en tren. Como Martica que era mi compañera de fórmula para pasar juntos el túnel de la Quiebra. En el trayecto, aprovechando el silencio de luz que siempre generan los túneles por definición, hablábamos el esperanto del amor con las manos.

Con este currículo sentimental que no envidiaría un cartujo, es mucha gracia que respire, que no se me haya olvidado caminar y que haya quedado tan biencasado con Gloria Luz con quien empezamos a “perseguir el sol” hace 45, cuando nos conocimos en plena Avenida Junín, de Medellín. Este día me dio fiebre a 40 y no tengo ningún interés en que se me quite…

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