Jugar con el fuego de las emociones

Dejó de temerle a las emociones y las incorporó a su vida. Se enteró que podían atravesarlo, pero también, que él era mucho más que eso

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-¿Me estás pidiendo que juegue con fuego?-, preguntó Agustín nervioso.

Su Maestro lo miró risueño y después de unos instantes poniéndose serio le dijo:

Las emociones son jugar con fuego.

El corazón de Agustín latía a 180 pulsaciones por minuto. ¿Estaba autorizándolo a tener una aventura amorosa? Peor aún, ¿estaba empujándolo a vivirla?

Hacía muchos años que Agustín se mantenía en un freezer. Sin haberlo decidido, se había puesto a salvo de todos los riesgos. Nada de jugar con fuego. Como si las personas pudieran hacerse inmunes a la vida. Él creía en su sistema y todo funcionaba correctamente. Tenía un marco de certidumbre muy grande –o eso creía-, y pocas o ninguna pregunta. Y ahí irrumpía la vida para mostrarle que su control tenía severas limitaciones. También, para enseñarle que la fortaleza amurallada en la que vivía no era un buen lugar para vivir.

-Ser una piedra tiene sus beneficios.

Ante la mirada confundida del discípulo que no comprendía el sentido de la metáfora, el Maestro continuó:

Las piedras no sufren, pero tampoco gozan.

Agustín empezaba a enojarse cuando recibió una de las sacudidas más grandes de su vida.

-Con el fuego no sólo te puedes quemar; también puedes encender una chimenea, hacer un asadito o calentar agua para darte un buen baño de inmersión. ¿No te parece un poco caro el precio que estás pagando por no quemarte? ¿Qué tal si en vez de evitar el fuego, aprendes a usarlo?

El discípulo estaba conmovido. Anhelaba eso. Sin habérselo cuestionado hasta ese momento, sentía la necesidad de aprender a utilizar el fuego porque su vida se parecía demasiado a la de un ermitaño. Aun teniendo una buena familia, amigos, su corazón estaba gélido y solo. ¿Cómo podría sentirse de otra forma si había obturado las emociones? El precio de no correr ningún riesgo y tener solo certezas lo había dejado con una soledad abrumadora. Vivía en Alaska.

La vida siguió su curso y un par de meses después, el discípulo volvió a  compartir sus vicisitudes con el Maestro, quien le dijo:

Saliste del freezer, a donde están interrumpidos los procesos biológicos. Ahora te vas a volver comestible. Vas a empezar a envejecer. Te van a salir algunas canas, o arruguitas. Pero vale la pena. Ya lo creo que vale la pena.

Agustín, que ni podía contenerse sí mismo, le dijo enojado: -Habré salido del freezer pero ahora me siento en un microondas.

-De ninguna manera-, fue la sobria respuesta que escuchó. -El tema es que pasaste tantos años congelado, que la temperatura ambiente te quema. Pero no estás en ningún microondas. Eres como un gordo mórbido que al no hacer ejercicio nunca, el día que se mueve un poco le duele todo. Pero al igual que él, cuando empieces a ejercitarte con periodicidad y tus emociones recuperen el tono, te vas a sentir mucho mejor.

Aquellas eran palabras muy inspiradoras para Agustín. Deseaba salir del incendio que estaba atravesando, para que su emocionalidad recuperada le permitiera no quemarse con la temperatura ambiente. Y por supuesto, nunca más volver al frío polar en que había vivido tantos años.

Pensó en las décadas que había estado construyendo una fortaleza inexpugnable. Nada de correr riesgos o ponerse a merced de las corrosivas emociones. Ahora el dique se había roto y no había más remedio que encausar algo del río. Una tarea difícil para cualquiera, y más aún para él, que se había ido a vivir a la tribuna de la vida, a salvo de todo.

El Maestro tenía toda la razón. En algunos años, Agustín había aprendido a hacer cosas maravillosas con el fuego. Dejó de temerle a las emociones y las incorporó a su vida. Se enteró que podían atravesarlo, pero también, que él era mucho más que eso. Él no era sus emociones. Ellas venían, paraban y después se iban. Siempre brindaban valiosa información. A veces un poco tendenciosa, otras de manera intensa, pero siempre algo importante, que le era negado a la razón.

En pocos años aparecieron canas, arrugas, y también una sonrisa más distendida y una mirada profunda. Esa paz del guerrero volviendo de la batalla, algo que nunca conocerán las personas que deciden pasar su vida a salvo, no correr ningún riesgo.

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