Jamestown, el “pueblo blanco” de EEUU que ve a Donald Trump como su único mesías

Este es uno de los pueblos más pobres de Estados Unidos y sufre una crisis de desempleo de décadas

Desde que su empresa de plomería quebró y se vio obligado a despedir a 75 empleados en plena crisis económica estadounidense, allá por 2008, Clint Barta debió buscarse la vida en empleos lejos de casa. Cuatro horas de viaje, ida y vuelta, día tras día.

Hasta ahora.

“En esta ‘era Trump’ todo está cambiando. Por años, las cosas han estado muy mal en este pueblo.”

El pueblo es Jamestown, un paraje acurrucado entre las colinas fértiles del norte de Tennessee a unas dos horas de ruta de cualquier ciudad que se precie.

Un puntito apenas en el mapa, con sus 1,900 habitantes. Un pueblo de unas 230 iglesias y un único bar.

Las cosas no están bien aquí, lo dicen las estadísticas.

Entre 2008 y 2012, Jamestown tuvo el dudoso honor de ser la sexta localidad más pobre de todo Estados Unidos, según la medición de ingresos promedio por hogar. Y para 2015, más de la mitad de su población vivía por debajo de la línea de pobreza.

Basta una caminata por las cuatro cuadras de la calle principal para confirmarlo. Hileras de locales con estanterías vacías y cortinas gastadas, el correo de meses acumulado debajo de las puertas, estanterías polvorientas, carteles de “En venta” desteñidos por el Sol.

Poco más: una florería que vende coronas fúnebres de plástico, un local de trastos de segunda mano apilados sin orden.

Pero, desde que el republicano Donald Trump se convirtió en presidente del país, en noviembre pasado, hay un optimismo boyante.

“Me complace ver a este nuevo presidente, es un hombre de negocios y yo prefiero mil veces tener a un empresario en el cargo que a un político. Creo en su promesa de generar empleo. Si no, mírame a mí”, dice Barta.

El hombre se promociona a sí mismo como un caso de éxito de los tiempos que corren: hace apenas una semana, decidió reabrir su negocio de plomería.

“Ya no son 33 años de experiencia en el rubro tirados a la basura”. Lo dice y sacude con rabia sus brazos ásperos y curtidos de sol.

“Siento que es el momento adecuado para dar el salto. Hay una sensación de cambio, de que podemos salvarnos y revivir”.

Jamestown votó por ese cambio: 82,5% de su electorado se inclinó por Trump el pasado noviembre. Quizá por eso los lugareños alardean de su optimismo con un entusiasmo que se da de bruces con el paisaje fantasma.

“(Somos) republicanos de sangre, eso sí que no lo podemos negar”, se ríe Barta.


El “país blanco”

La historia de Jamestown en los últimos 50 años es la de muchos otros pueblos en el interior de la “América blanca” del centro-este.

Con un 96% de población blanca, fue un centro de clase obrera próspero alimentado por una modesta explotación minera y por tres fábricas textiles que generaban cientos de empleos, no muy bien pagos pero suficientes para sostener familias enteras.

Pero la minería se agotó y las fábricas cerraron.

Muchos aquí señalan el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el NAFTA de 1994, como el detonante de todos sus males. Cuando recuerdan tiempos mejores, hablan con añoranza de esos puestos de trabajo que “se marcharon a México”.

El índice de desempleo en esta zona supera el 6%, muy por encima de los 4.3 puntos de promedio nacional – y a la par de Alaska y Nuevo México, los dos estados con peor desempeño en Estados Unidos continental.

Pero las buenas noticias para Jamestown – y el alimento para el optimismo de los locales- llegan con las estadísticas estatales. En los primeros 100 días de la “era Trump”, Tennessee se convirtió en el estado líder del país en nuevas contrataciones.

Y experimentó la mayor caída en más de 30 años en el índice de desempleo mes a mes, según reveló la Oficina de Estadísticas del Empleo en mayo.

Para muchos aquí eso no es sino una confirmación de que la promesa de Trump de generar 25 millones de puestos de trabajo – y convertirse en “el mayor generador de empleo que Dios jamás haya creado”- marcha viento en popa.

Aunque, en rigor, la tendencia comenzó antes de que el republicano llegara a la Casa Blanca, impulsada por los incentivos fiscales y el bajo costo de vida de Tennessee, en comparación con otros estados.

“Un colega me dio esta cifra que me parece fascinante: 35% de todas las grúas de Estados Unidos están en este momento en la capital del estado, Nashville”, me dice J. Michael Cross, alcalde ejecutivo del condado.

Aunque la cifra es difícil de verificar, el multimillonario boom de la construcción que vive Tennessee ha sido bien documentado.

La prensa local habla de “una ráfaga de alto octanaje” de nuevos edificios. “Tenemos más grúas que Nueva York”, se jactaron en un titular de enero pasado.

Y el alcalde es un firme creyente en el “efecto de goteo”.

“Es economía de goteo, funciona. Del estado al condado. Puede demorarse un año o tres, pero en algún momento vamos a beneficiarnos de esos nuevos empleos e industrias que se están generando”.

Desliza el cursor por encima de la curva para ver las cifras que corresponden a cada mes.


“Si paso hambre, tengo amigos…”

En el banco de alimentos de Jamestown, a unos dos kilómetros del centro, quienes esperan para recibir su caja de provisiones gratuita poco saben de estadísticas estatales de empleo.

Son otras las matemáticas que los ocupan en su paso por este galpón azul de chapas corrugadas y sillas plásticas, alineadas al sol para cuando hay fila: revisan, cuentan, calculan cómo hacer para estirar los víveres.

La demanda es tanta que las familias no pueden volver antes de que transcurran seis semanas.

“Para más no alcanza”, dice Sally Frogge, detrás de las gafas a mitad de nariz y el computador donde lo registra todo.

Ella -menuda, cabello entrecano, energía desmesurada para sus 77 años- es una de 15 voluntarios, en su mayoría miembros de las numerosas iglesias de la zona.

Son eslabones de una operación precisa y eficiente, casi coreografiada.

Caminan entre palés y estanterías abarrotadas armando las cajas con paquetes de arroz y latas de guisantes y frascos de mantequilla de maní. Galletas y papas y maíz y harina y frutas en conserva, más algún condimento y unas raciones de carne. Detergente que aporta la Iglesia Metodista. Y si esta semana hubo donaciones extra, algún producto de aseo personal.

Por semana proveen a unas 150 familias. Un cálculo somero arroja que uno de cada seis hogares del condado de Fentress, del que Jamestown es sede administrativa, depende en alguna medida de esta asistencia alimentaria.

“Hay tanta gente que vive de subsidios… Los que lo tienen por enfermedad, los ancianos, los desempleados que nos dicen que están sin trabajo semana tras semana tras semana…”

“Es una lástima que tengamos que imponer esta veda de seis semanas porque hay familias que necesitarían alimentos con mayor frecuencia”, se lamenta Frogge.

Kenny Jones, 51, es uno de ellos.

“No venía desde hace rato, no quiero que se me vuelva un hábito”, dice el hombre, pálido y enjuto, pelo y barba recortados prolijos, jeans gastados y camiseta blanca con olor a recién lavada.

“Pero no hay trabajo, nada… Cada vez que se abre un puesto, hay 20 personas en fila para conseguirlo.”

Jones solía hacer lo que muchos: manejaba de un estado a otro detrás de contratos temporales en el rubro de la construcción.

“Pero con los años me cansé de vivir con maleta a cuestas. Esos trabajos dan poco, para sobrevivir nomás”.

Tuvo que vender el auto, decisión difícil en un típico car town estadounidense donde casi no existe el transporte público.

Sus cuatro hijos están grandes y ya no viven con él, tampoco su esposa. Así que puede hacer rendir la canasta de provisiones por 20 días si come una vez al día. Hasta la próxima visita al banco de comida le faltará cubrir otros 22.

“Tengo amigos a los que puedo acudir si estoy con hambre”, dice.

En estos días le llegó el rumor de que hay una fábrica a punto de abrir. Dice que va a averiguar de qué se trata, anotarse si hay una lista, esperar sin esperanza.

“Este pueblo te come vivo si tú lo dejas. Y nunca va a progresar”, dice y carga su caja en el auto de una amiga que cada vez que puede le da un aventón.


La oficina inútil

“¿La oficina de empleo? Yo creo que ya no existe”, me dice la bibliotecaria, en la única puerta abierta un mediodía de sol rabioso en un complejo de edificios públicos muy cerca del centro de Jamestown.

Resulta que existe, pero ha quedado reducida a su mínima expresión. Un cuarto sin ventanas al fondo del pasillo, un único escritorio, una empleada amabilísima cuando alguien la rescata del aburrimiento. Una computadora para hacer búsquedas que está casi siempre apagada.

En la cartelera de ofertas de trabajo, apenas tres.

Un pedido de maestros para las escuelas locales y uno de auxiliar para una empresa de cuidados médicos. La tercera es el cargo vacante del sheriff: el anterior renunció tras declararse culpable de haber presionado a reclusas en la cárcel local para conseguir favores sexuales.

“Casi nadie viene, a lo sumo llaman por teléfono”, dice Janice Campbell, administradora y única ocupante de la oficina.

En los últimos días, los llamados se multiplicaron. Quieren saber sobre la fábrica que está por abrir.

“A mí no me han dicho nada, pero el rumor está porque nos contactan unas 10 personas al día preguntando lo mismo”.


Recursos de fuera

Jamestown no tiene muchos títulos de los que jactarse, salvo el ser cuna de uno de los principales héroes estadounidenses de la Primera Guerra Mundial, el Sargento Alvin York.

Mark Twain le da nombre a la única plaza verde porque su familia vivió en la zona – aunque antes de que naciera el popular escritor.

Y actualmente es el centro neurálgico de “la venta de garaje más grande del mundo” : más de 2.200 puestos alineados a lo largo de 1.000 kilómetros de ruta, que ofrecen objetos de segunda mano durante cuatro días cada agosto. La idea se le ocurrió a un funcionario a finales de los 80 para atraer turistas y dólares y no ha parado de crecer desde entonces.

Cientos de miles de personas pasan por la zona durante las reventas. Pero, claro, cuatro días al año no alcanzan para revivir una economía “afligida”, como la define el alcalde.

Los datos duros lo ponen en perspectiva.

Jamestown tiene un ingreso medio por hogar de US$15,700 anuales, frente a los US$53,889 promedio del país. Y un brutal 50,5% de la población es pobre, cuando la media nacional es inferior a 14%.

“El principal desafío es la mentalidad negativa de los residentes”, opina Cross, detrás de su escritorio sepultado por papeles.

“Pero recientemente hemos visto crecimiento. No digo que sea por mí o por Trump, pero las empresas locales han iniciado planes de expansión “, dice.

Cuatro compañías de la zona han agregado 75 a 100 nuevos empleos , detalla. Lo que parece poco, pero es significativo para una población económicamente activa de unas 10,000 personas.

Pero no habrá un salto cualitativo si no llegan empresas de afuera, reconoce el funcionario. Y eso – el alcalde está seguro- está a punto de ocurrir.

“He estudiado a Trump por 30 años, antes de siquiera pensar que se metería en política”, dice Cross, que antes de alcalde fue profesor.

“Ha sido un buen ejemplo para entender de diversificación económica y del proceso de toma de decisiones, buenas y malas. La población rural y pobre del condado lo ve como un recreo del establishment que domina tradicionalmente la política”.

“Hay confianza. Y la confianza mueve la economía”, apunta el alcalde, que se define como “un eterno optimista”.

Incluso las iglesias están en modo de expansión, apunta, lo que da un impulso extra a la construcción.

Y eso no es poca cosa: Jamestown está en el corazón del llamado Cinturón de la Biblia del centro-sur estadounidense . Sólo en los caminos de acceso a Jamestown se cuentan más de 70 edificios, en su mayoría de congregaciones evangélicas cristianas, con sus cruces y sus tableros con citas bíblicas.

“¿230 iglesias en el condado? Puede ser”, dice Cross, que desconoce la cifra exacta pero no le suena descabellada.

¿Y la fábrica de la que tanto se rumorea?

“Estamos en tratativas”, confirma y no quiere decir más. “Una compañía de fuera del estado, podrían ser hasta 150 empleos. Ojalá podamos anunciar la buena nueva en unos meses”.


Una empresa, una misión

Tim Dillard tiene la cara roja de sudor y el overol sucio de aserrín de cargar tirantes de madera maciza de tres metros de largo.

En la labor están enfrascados los cinco empleados de su pequeña constructora, creada por Dillard hace 18 meses tras 22 años en el ejército y cuatro como misionero en África.

Dillard contrata especialmente a jóvenes a los que les ve algún potencial. “Servicio con un propósito mayor”, es el lema impreso en su tarjeta personal, seguido de una cita del libro bíblico de Miqueas, ¿Qué quiere el Señor de ti? Que actúes con justicia y misericordia.

“Con la crisis de hace unos años todo se detuvo. Pero recientemente hubo un repunte y la gente está más dispuesta a gastar”, dice mientras se sacude el aserrín de las manos y prepara el siguiente tablón.

Acaba de tomar dos nuevos obreros . El último, apenas ayer.

Le llegan contrataciones de los jubilados que se mudan al condado, atraídos por los bajos impuestos inmobiliarios. La comunidad ecuestre también ayuda a dar impulso: con sus bosques y laderas, la zona es un destino soñado para aficionados al turismo de cabalgatas, “llegan con sus caballos, algunos se quedan, todos crean empleo”.

Las empresas pequeñas como la de Dillard, que emplean de unos pocos a varios centenares de trabajadores, constituyen la columna vertebral de la economía estadounidense: representan el 94% del total de empresas del país . Y todos aquí comprenden que la promesa de Trump de generar empleos por millones sólo podría materializarse si este sector de la economía logra despegar.

Pero torcer el rumbo tras décadas de pobreza y estancamiento no es tarea sencilla.

“El desafío es en realidad conseguir gente que quiera trabajar. Aquí vienen una semana y, tan pronto reciben la paga, desaparecen. No los ves más”, dice Dillard.

“¿Para qué trabajar, si puedes tener dinero gratis?”

El “dinero fácil” al que se refiere proviene de los planes de asistencia gubernamental.

Aquí, 39.6% de los adultos de entre 18 y 65 años recibe algún ingreso del sistema de seguridad social – mientras que la media nacional no pasa el 15%.

Para muchos pequeños empleadores, los subsidios son yugo y condena de cualquier campaña de mejoría que vaya a intentarse.

“Generación tras generación de gente cobrando sus cheques”, dice Dillard mientras se toma un recreo de su mesa de trabajo y bebe agua a sorbos grandes.

“Una vez que le tomas el gusto a eso, ¿cómo te lo van a quitar? Y está pasando en todo Estados Unidos.”

“¿Cómo se arregla eso? No sé… pero bueno, yo no me dedico a la política”, se ríe y vuelve a sus maderas.


Tráilers, perros y drogas

Algunos de los que Dillard tiene en mente seguramente viven en Sunshine Lane, una calle de baches y asfalto gastado a la que se llega por un desvío de la carretera, unos diez minutos hacia el norte de Jamestown.

Un barrio de tráilers despintados y casetas de maderas destartaladas, automóviles abandonados, pilas de basura que, cada tanto, se queman en hogueras de humo espeso. Perros sin dueño aparente, muchos perros.

Las puertas -las que existen- están abiertas en su mayoría, las ventanas cubiertas con telas que hacen las veces de vidrios.

Es el barrio pobre del pueblo pobre.

“¿Se les ofrece algo?”, pregunta Connor, un vecino robusto y de cara angulosa curtida de sol y cicatrices de heridas pasadas en los brazos, las piernas, el cuello.

Es pleno horario laboral en día de semana pero en todas las casas se ve gente, aunque muchos prefieren de pronto guardarse y cerrar las puertas. Los perros ladran sin pausa, dejan sentado que los extraños no son bienvenidos.

Connor, de unos 40 años, vive al fondo de Sunshine Lane, en una caseta despintada de las más pequeñas. Tiene una única habitación que comparte con una mujer que, al vernos, se esconde detrás de una tela estampada que funge de puerta.

Camina poco: tiene la espalda rota, dice, por un accidente mientras trabajaba arreglando camiones que lo dejó semi-postrado.

“¿De qué vivo? Bueno, del cheque… cobro mi cheque del gobierno de unos 600 dólares y con eso vamos viendo “, responde.

“No sé si hay empleo porque no voy seguido al pueblo, pero a aquellos que dicen que aquí la gente no quiere trabajar, déjame que les responda: los trabajos son una porquería, siempre lo han sido”, gruñe Connor.

“Somos muchos los que quedamos con problemas por hacer labores que son peligrosas. Luego, si te lastimas, suerte: estás a la deriva, solo, enfermo y sin chance de conseguir otro trabajo”.

Su vecina de enfrente, con la que Connor no se lleva muy bien, tiene una historia similar. Le diagnosticaron cáncer de pulmón, se operó dos veces y lo perdió todo: el empleo en un café y unos magros ahorros.

Flaquísima y demacrada, “con el cáncer ahí”, cobra un subsidio por enfermedad y vive sola en Sunshine Lane. No sabe dónde está su familia, una única amiga la visita de tanto en tanto. “Hoy está”, la señala, allí en la otra mitad del sillón raído afuera de la cabaña.

“Aquí voy, sin elección, sin emoción”, canta desentonado, se ríe con carcajadas estruendosas que parece le fueran a desencajar la mandíbula.

Dice que se llama Pauline. Tiene apenas dos dientes, un cigarro casi consumido en la mano derecha y otro sin encender en la izquierda, el rostro picado con incontables marcas rojas y las señas que dejan las jeringas en los brazos.

Porque Sunshine Lane es también el lugar donde cobra visibilidad lo que para muchos -lo dice Dillard, el alcalde, los vecinos, los parroquianos del bar y tantos más- es el principal drama de Jamestown.

Las drogas. Algo de heroína, pero sobre todo metanfetamina y opiáceos recetados que se desvían del circuito de venta legal, según detalla el sargento Brandon Cooper, portavoz de la oficina del sheriff.

Sunshine Lane, todos coinciden, es el “refugio seguro” de consumidores y vendedores: allí está Pauline, ojos cerrados y cuerpo vacilante mientras se entrega a una danza de brazos abiertos, lejos de la realidad. Connor dice que toma pastillas “cada tanto” para batallar contra su dolor de espalda, aunque no se reconoce adicto.

Como en muchos otros pueblos estadounidenses, el consumo alcanza niveles de epidemia, aunque el condado no tiene cifras que permitan ponerlo sobre papel.

Pero se adivina con mirar las estadísticas de criminalidad: la flamante cárcel, construida en 2014 y apodada “el Taj Mahal” por los locales, tiene 166 plazas, muchísimas en relación al tamaño del pueblo. Está llena, y 80% de los reclusos está allí por delitos “que tienen a las drogas como primera causa o causa asociada”.

El abuso de narcóticos es un obstáculo mayor para cualquier intento de recortar el desempleo. Un pequeño dato sirve para ilustrarlo: los análisis para detectar drogas ilícitas en sangre son obligatorios para los aspirantes a un puesto, pero muchos empleadores prefieren evitárselos.


“Trump hará grandes cosas”

Cuando Donald Trump ganó las elecciones, el pasado noviembre, en Jamestown no hubo celebraciones en las calles.

“Celebramos, claro, pero más en la casa, no afuera. Aquí la gente no es mucho de eso”, dice Nancy Lee-Thompson, mientras desayuna, como lo hace tres o cuatro veces a la semana, en el café West End.

Este diner típicamente estadounidense congrega a una clientela fiel en las mañanas. Son las 8, huele a fritura y la jarra de café filtrado pasa de mesa en mesa rellenando las tazas de una treintena de clientes.

A sus 68 años y nacida en Florida, Lee-Thompson es parte de un creciente sector demográfico, el de los adultos mayores que se muda n aquí a vivir de su jubilación . Hoy son casi el 28% del total de habitantes.

Y representa también al electorado conservador que le dio al candidato republicano el 82,5% de los votos (frente a 15% de su rival, Hillary Clinton).

“Lo amo, amo a Donald Trump”, dice y sonríe. “Es un salvador de la política. Va a patear al tablero… hace rato que alguien debería haberlo pateado. Él no es parte de esa politiquería de Washington que nos ha tirado abajo”.

¿Por qué no emigrar, cambiar de condado o de estado en busca de un mejor pasar? Ni pensarlo, es la respuesta casi unánime de los locales. Pocos en Jamestown se quieren ir.

Es la belleza del paisaje verde y fértil y el clima benigno, explican algunos. La vida de pueblo tranquilo donde todos se conocen. Y ahora, el optimismo renovado, que no conoce diferencias de edad ni grupo social.

“Hemos visto una mejora en nuestros negocios, eso es un hecho”, celebra también Bob Washburn, uno de los dueños del invernadero Wolf River Valley de plantas decorativas y verduras.

No tiene cifras a la mano, sólo una intuición tras muchos años atendiendo clientes a diario. Su negocio – peonias y zapallos, geranios y ajíes, crisantemos y tomates- depende más de la climatología que de los humores de Washington DC, pero también oscila según la predisposición de la gente a gastar en bienes suntuarios, como flores.

“La gente está más optimista y el optimismo mueve la economía. Como comerciante, siempre busco gravámenes más bajos y regulaciones más laxas como prometió Trump”, dice Washburn, que se declara “ni republicano ni demócrata: un hombre de negocios que quiere menos impuestos”.

“Sentimos que hemos tocado fondo y desde donde estamos sólo podemos subir. Y la gente de esta zona rural tiene mucho orgullo y siente que por primera vez ha tenido peso en decidir quién es el presidente”.

“Es esa gran mayoría hasta ahora silenciosa”, reflexiona el agricultor.


La barra del (único) bar

Pero no todos comparten el entusiasmo, claro está. Se nota, por caso, en el único bar que tiene Jamestown.

Alojado en un galpón trasero que casi no se ve desde la ruta, T’z Pub también tiene su clientela fiel como el café West End, pero nocturna.

Una decena de vecinos se sienta en la barra en forma de herradura, todos parte de una única conversación como en cena de amigos, de cara a las heladeras con cervezas que abre y cierra sin pausa Theresa Hale, la dueña.

Una texana de armas tomar que se mudó al pueblo “siguiendo a un amor, pero no funcionó” y decidió comprar el único local donde se vende alcohol en kilómetros a la redonda y limpiarlo de visitantes indeseables, que a menudo se medían a puños y le dejaban el estacionamiento lleno de jeringuillas.

El lugar por ese entonces estaba lleno, pero a Hale no le compensaba. Lo prefiere así, con las mesas de pool desiertas y unos pocos clientes de confianza.

“El condado de 230 iglesias… y un solo bar. ¡Hay que imprimir camisetas con esa leyenda!”, se ríe ella y la secundan todos.

Este es un “condado seco”, con severas restricciones en la venta de alcohol. En las elecciones pasadas se incluyó un referendo para liberalizarla, pero los votantes dijeron “no”.

“¿Trump? ¿Qué quieres que digamos de Trump?”, me dice uno de los parroquianos, la cabeza erguida, el tono cortante. La conversación animada se frena en un silencio incómodo.

“Yo te digo por qué nadie quiere hablar: porque nadie quiere que lo asocien con el bar. Estamos en el Cinturón Bíblico del país, eso lo dice todo. La iglesia aquí dicta el estilo de vida y la política “, apunta Hale.

No lleva mucho rato vencer las reticencias: es uno de los pocos sitios donde nadie me menciona la palabra “optimismo” y el descontento aflora sin mucho esfuerzo.

“La gente aquí cree que el presidente, y aún más el vicepresidente (Mike Pence), comparten sus valores, que sus principios religiosos están salvaguardados. Si eso es real o no, no importa, es la percepción lo que cuenta”, dice uno de ellos.

“Estamos muy aislados, nada va a cambiar aquí porque haya cambios a nivel federal. Siempre vamos a estar gobernados por ese puñado de familias ricas y poderosas que deciden los destinos de este pueblo”.

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