Un monstruo incomprensible

Blaise Pascal.

Blaise Pascal. Crédito: Shutterstock

Blaise Pascal es, como Mozart, un niño prodigio. A los 12 años ya debate con los científicos de París. A los 16 escribe un Tratado de las cónicas. A los 18 inventa la primera máquina calculadora. Y, en apenas una década, inventa la jeringa y la prensa hidráulica, confirma la existencia del vacío, crea teoremas de geometría proyectiva y funda, junto a Fermat, la teoría de la probabilidad.
Su vida cambia la noche del 23 de noviembre de 1655. A los 31 años de edad, durante dos horas, Pascal vive una experiencia espiritual transformadora.

Así la describe en un pergamino que encontrarán, tras su muerte, cosido bajo su chaqueta: “FUEGO. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, y no de los filósofos y sabios. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz. Dios de Jesucristo. […] Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría”. Desde entonces, pasa temporadas en la abadía de Port-Royal, señalada por su catolicismo jansenista (muy estricto en lo moral y próximo al luteranismo).

Personajes poderosos atacan en la Sorbona el jansenismo de Port-Royal. Y Pascal emprende su defensa en dieciocho cartas, Las Provinciales (1656-57), que Voltaire considerará “el primer libro de genio que encontramos en prosa (francesa)”. Frente a la pomposidad retórica de entonces, Pascal ofrece una prosa rápida, cortante, alegre, despojada; una prosa chispeante de humor, de ironía, de sátira, de hipérboles malévolas e invectivas devastadoras.

El matemático genial traslada la claridad y la precisión de sus fórmulas a la lengua francesa, que es en él −igual que en Descartes o La Rochefoucauld− un cristal que transparenta la realidad.

Pascal fallece en 1662, con solo 39 años. Tras su muerte, se publican los textos con los que preparaba una apología del cristianismo. Son los Pensamientos (1669). Su fulgor es el de un diamante colosal, quebrado en mil fragmentos. Confiesa Pascal: “El eterno silencio de los espacios infinitos me aterra”. Observa en otro fragmento: “Mío, tuyo. ‘Este perro es mío’, decían esos pobres niños. ‘Éste es mi sitio al sol’. He ahí el inicio y la imagen de la usurpación de toda la tierra”. Sobre la fe, reconoce: “Hay suficiente luz para los que quieren ver y suficiente oscuridad por los que tienen una disposición contraria”. Por ello, “es necesario apostar”: “estamos embarcados”.

Los textos desnudan las paradojas de la condición humana: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y escoria del universo”. Frente a los racionalistas, que ofrecen una imagen rectilínea del ser humano, “yo lo contradigo siempre, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible”.

Pascal destaca el poder de la razón, pero también sus límites. Existe el conocimiento intuitivo, sensible, y “el corazón tiene sus razones que la razón no conoce”. Ese ser miserable y anhelante necesita, según Pascal, a Dios: el único capaz de descifrar sus enigmas y colmar su felicidad.

Enrique Sánchez Costa es Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (UPF, Barcelona). Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura (UDEP, Lima). Autor de un libro (traducido al inglés) y de una docena de artículos académicos de literatura comparada y crítica literaria.

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