La peor llamada de teléfono es la primera del día
Los madrileños en Nueva York viven en constante comunicación y angustia por sus familias al otro lado de un océano que el coronavirus ha hecho mucho más grande
“A ver qué nos trae este año que es bisiesto y los bisiestos son malísimos”. Antonio Lafuente recuerda que su madre, Carmen González, le dijo esto cuando estuvo con ella y el resto de su familia en Navidad en Madrid.
Lafuente trabaja en la sede de la ONU y es uno de los muchos españoles que admite que vive con tensión la primera hora de la mañana en Nueva York, cuando llama a sus padres y hermano para ver qué tal están. En Madrid es casi la hora del almuerzo cuando en la Gran Manzana se toma el primer café. Él, como casi todos, desde su casa.
Es una llamada a la familia que se ha convertido en diaria para muchos españoles en la ciudad y se vive con ansiedad dados los estragos que el coronavirus está causando en el país y sobre todo en su capital, Madrid.
Isabel Castañares, diseñadora gráfica de Brooklyn, dice que antes llamaba a sus padres cada semana o más y ahora lo hace todos los días. “Les hace ilusión y a veces se emocionan. Les veo tranquilos pero la procesión va por dentro”, dice.
Madrid está oficialmente de luto desde el domingo. Así lo ha decretado la presidencia de esta comunidad autónoma —Isabel Díaz Ayuso— y se ha observado minutos de silencio en memoria de las 3,392 víctimas mortales del COVID-19 hasta el lunes. Todas las tardes a las ocho se aplaude a los que están en la primera línea de batalla, el personal del servicio de salud.
Como en Nueva York, pero desde semanas antes, el virus ha obligado a las familias a permanecer en sus casas y al cierre de negocios no esenciales. El sistema de salud universal público, basado en una fuerte red de atención primaria y que es uno de los mejores del mundo está desbordado.
Como en el resto del mundo.
“Empecé la cuarentena aquí antes que el resto porque mi hermano me dijo cómo estaban allí las cosas”, dice Castañares quien tiene dos niños en casa y ha cortado las citas para juegos en la casa con los amigos. “En España nos gusta mucho la vida social y pasar a evitarnos me parece horrible”, lamenta. Ahora sus hijos, como los de muchos, no juegan con sus amigos. Todos en casa evitando el virus.
Lafuente se encuentra dando la razón a su madre. Ahora llama todos los días a su casa. Sus padres que rondan los noventa años tienen otro hijo de 48 con síndrome de Down. “Lo lleva bien y sabe algo de lo que pasa porque ve la televisión y sabe que no puede salir, algo que le gusta hacer. Lo acepta pero es un cambio de vida radical”.
El padre de Lafuente suele caminar mucho pero ahora solo deja la casa para sacar la basura a la calle. Se compraron la mascarilla y se lavan las manos constantemente. Por supuesto no reciben visitas y es la portera la que les lleva a la puerta de la casa lo que les es más necesario.
Algunas farmacias están llevando a sus pacientes los medicamentos para que estos no tengan que salir. A la hora de pagar, para no intercambiar dinero y teniendo en cuenta la edad de mucho de los clientes que no están acostumbrados a pagos electrónicos, las farmacias han abierto cuentas que se zanjarán “cuando pase el virus”.
Aunque admite la angustia de los primeros momentos de la llamada y lleva mal estar lejos de sus padres y hermanos, Lafuente dice que hacen lo posible por “obviar el miedo y no vivir con él porque ni nos ayuda ni nos sirve”.
“Lo que llevo peor es estar aquí. Me pregunto si me tengo que ir pero no querría llevarles el virus si lo tengo, les puedo poner en riesgo. Ahora la distancia es enorme”, dice este empleado de la ONU. Lafuente dice que no mira las informaciones antes de llamar ni las últimas estadísticas porque cuando oye que cada día las cosas son peores se angustia. “No acepto la idea de que les pase algo y yo no pueda ir, no concibo esa situación. Antes sabía que si pasaba algo cogía un avión e iba, pero ahora no puedo”.
A María Casanova su tía le pregunta si ha encontrado ya la vacuna.
Ella es doctora en inmunología y trabaja en el laboratorio del Mt. Sinai en Nueva York, ciudad a la que llegó hace cinco años para investigar cáncer. Sigue en su trabajo.
Ahora todos los recursos de este centro de investigación se están dedicando al coronavirus. “Estamos buscando marcadores para ver si los enfermos deben ir a cuidados intensivos o a una habitación normal del hospital, queremos hacer un diagnóstico precoz para que las urgencias no se saturen”.
Antes de la pandemia Casanova llamaba a sus padres diariamente o cada dos días y a sus hermanos semanalmente. “Ahora les llamo por la mañana, por la tarde y por la noche”. Dice que su madre tuvo un ataque de ansiedad recientemente porque está preocupada por sus hijos, uno de ellos es inmunodeprimido, y tuvieron que llevarla al médico.
Casanova desayuna viendo las noticias de España. Llegan muchas sobre el estado de los hospitales, de la economía, de la ansiedad de las personas, las broncas entre políticos y la anormalidad con la que se vive. También de los aplausos a los trabajadores de la salud todas las noches. Ella, está pendiente de la curva. Hoy solo hay una curva, la del avance del coronavirus. “Queremos ver que se aplane, es horrible. Desayunamos y pensamos que hemos pasado un día más”.
A esta científica le preocupa que además del coronavirus hay otros cuadros médicos que ahora no se tiene capacidad de atender. La ansiedad es uno de ellos pero también todas las operaciones retrasadas y los tratamientos de quienes no pueden esperar pero que tienen que hacerlo porque es peligroso operar y tener a personas inmunodeprimidas en hospitales. “En tres meses habrá gente que podría haber evitado metástasis. Es un drama para todos los enfermos”.
Ninguno de los amigos de Lafuente ha tenido el COVID-19 pero sí sabe de casos no demasiado lejanos. “La hermana de un amigo estuvo dos días en el hospital, celebramos cuando salió”.
Cuando hay un avance, se celebra.
El pan
En España se come pan. Mucho. Y no solo por tradición o porque haya panes muy buenos, sino porque además ir a comprar el pan es una actividad cotidiana y un acto social.
En muchos barrios de Madrid las panaderías es donde muchas personas, sobre todo los mayores, se dan cita para hablar, para acercarse luego al bar y tomar un vino antes de ir a casa a almorzar.
El pan es parte de la vida.
Y esa vida está cambiando. Ahora se congela el pan. Lo traen los hijos y lo dejan en la puerta. Las citas, barra en mano, están canceladas.
María Casanova dice que su madre fue brevemente al supermercado un día y la cajera, amiga de uno de los hijos, mandó el mensaje a los hijos de que estaba allí. “La regañamos”, dice Casanova con ternura y entendiendo que su madre, como todos las personas mayores “tienen sus hábitos”.
Pendientes del WhatsApp
“Hablamos todos los días o escribimos”, dice Antonio Lafuente de sus grupos de WhatsApp. “En uno de ellos pasamos lista todos los días”, dice.
El sistema de mensajería es una red que conecta amigos y familias en la que están circulando memes divertidos, videos familiares y noticias falsas, bulos y malinterpretaciones.
Los padres de quien les escribe estas líneas viven en Madrid (están bien, gracias) y han pedido gentilmente a todos sus amigos que dejen de enviar opiniones de gente que no conocen y pretendidas verdades “que no vas a leer en la prensa”. Normalmente no se leen no solo porque los periodistas, cuya labor ellos conocen de primera mano, no llegan a todos los lados — algo que es imposible– sino porque no está contrastado, ni verificado y solo ayuda a propagar el virus de la desinformación. Y no se necesitan más males.
En esta red de conexión también hay llamadas a la solidaridad y a la ayuda. Hace unos días una amiga en Madrid contactó a mi grupo de WhatsApp, en el que hay personas residiendo en varios países, para buscar un contacto en un hospital que le diera información sobre su suegro. Finalmente, por los seis grados de separación que dicen que tenemos los unos de los otros, fue localizado.
Días más tarde nos comunicó que había fallecido.
Los abrazos son virtuales.