“¿Un mundo feliz?: resulta que estábamos mejor cuando creíamos que estábamos peor”
El escritor Leonardo Padura reflexiona sobre los cambios en la realidad y la entrega de libertades tan rápida por el coronavirus
Si el 31 de diciembre pasado se le hubiera preguntado a muchas, muchas personas en diversas partes del planeta, cómo imaginaban el futuro inmediato, estoy convencido de que ninguno habría esbozado un panorama tan desolador y peligroso como el que vive la humanidad en este mes de abril de 2020.
“Resulta que estábamos mejor cuando creíamos que estábamos peor”, me ha dicho alguien recientemente.
Porque en esos finales de 2019 ya vivíamos en un mundo distópico, que según la definición académica significa una “sociedad [con] características negativas causantes de la alienación humana” (sin-utopía, dirían los griegos).
El nuestro era, apenas, un mundo amenazado por la implosión ecológica provocada por el calentamiento global, con signos de asomarse a una nueva crisis económica, con incrementos alarmantes de todos los fundamentalismos imaginables, la xenofobia, el miedo incontrolable al terrorismo, las concentraciones de poder.
Un sistema universal mal organizado, donde unos pocos acaparaban la posesión de muchas riquezas y además encaminado a entregar las riendas del verdadero poder, de todo el poder, a las inteligencias artificiales que con su uso eficiente de algoritmos gobernarían nuestros deseos y necesidades.
Se suponía que debíamos estar viviendo un estadío en el que, a pesar de todos esos miedos y amenazas latentes, la gente sería capaz de horrorizarse con la por entonces casi segura reelección de Donald Trump, las pretensiones reeleccionistas de un Vladimir Putin que aspira a eternizarse en el poder, el triunfo político y económico del sistema chino, las mañas de los gobiernos y Estados para coartar libertades civiles como la expresión e, incluso, el pensamiento, apoyados por decretos y leyes.
Nos correspondería un panorama local e internacional en donde aumentarían protestas sociales como las de Chile, reacciones masivas contra la violencia de género, llamados a detener alguna vez la guerra en Siria, reclamos contra cualquier manifestación de totalitarismo o de la aplicación de represalias contra los diversos, los disidentes, los inconformes.
Y en ese mismo mundo estamos viviendo, solo que con todos esos viejos horrores pospuestos (y quizás hasta enterrados) ante la presencia de una pandemia global, como le corresponde a los tiempos de la globalización, un enemigo común que ha propiciado la macabra detención de la maquinaria social mientras obliga a los ciudadanos a entregar sin un grito de protesta sus más ansiadas libertades, incluso, a clamar porque esas libertades sagradas sean coartadas por el bien de todos, por la salvación de la humanidad.
La gran paradoja de un presente sin fecha de vencimiento que la mayoría de los ciudadanos nunca hubiéramos imaginado.
El mundo de hoy, tristemente, se parece demasiado a “Un mundo feliz” (Brave New World) de Aldous Huxley, la tétrica novela de 1932 que dibujaba una sociedad perfecta a cambio de la cesión de nuestras individualidades y albedríos a favor de esa felicidad de vivir en la sociedad mejor. El sistema perfecto del control.
Por nuestro bien -sí, todos reconocemos que es por nuestro bien-, los gobiernos hoy nos piden que nos autoconfinemos y, en muchos sitios donde tanto se valoran las libertades, la petición deriva en una orden policial o militar, con estados de excepción y toques de queda incluidos, y por supuesto de obligatorio y además silencioso acatamiento.
Se nos prohíbe movernos y viajar si queremos salvar nuestra salud y la de nuestros familiares, amigos, vecinos, conocidos y hasta desconocidos de cualquier parte del mundo, y consideramos que tal medida es sabia y necesaria, porque, para más ardor, todos pensamos que es sabia, necesaria y, además, socialmente responsable.
Gritamos para que se cierren fronteras (se levanten muros), para salvarnos de las invasiones bárbaras de un virus, y así procurar la perfección del mundo feliz.
Se nos aconseja que socialicemos solo a través de inteligencias artificiales -computadoras, teléfonos- y lo que a algunos parecía una peligrosa adicción a ser prisioneros de Google, Facebook, Instagram y sus oscuros cerebros, a los que con cada búsqueda regalamos nuestras conciencias, hoy nos aparece como la salvación contra tedios, soledades, un recurso incluso para sobrevivir, un mecanismo indispensable en medio del (auto)aislamiento que nos salvará de recibir o trasmitir el virus.
Hemos arribado a los tiempos en que los científicos nos recomiendan cubrirnos con nasobucos (vaya palabra) y muchos deben usarlos por sus oficios arriesgados, y nos cubrimos a gusto con esa especie de burka islámica que de solo verla a tantos les provocaba terror (la burka y la mascarilla).
De pronto casi nadie habla de lo que hemos perdido, de lo que hemos concedido. Solo de lo que podemos perder.
De pronto, por puro pavor, entregamos a los poderes visibles e invisibles las llaves de nuestras casas y de nuestras libertades y respiramos un poco más aliviados bajo las mascarillas porque nos han cerrado, literalmente amordazado, siempre por nuestro bien y el bien social.
Como he leído, como es evidente, el miedo paraliza la acción y, si bien es cierto que sufrimos esa paralización para salvarnos, también es cierto que, como siempre, alguien ganará algo con las pérdidas de los demás.
Las consecuencias económicas de esta distopia real ya son incalculables, como incalculable es la duración de la pandemia y los efectos que dejará en las sociedades y en nosotros, los individuos.
Estamos viendo -y veremos más, muchos más- puestos de trabajo que desaparecen, justificando de modo perfecto la realidad de que cada vez son más los habitantes del planeta laboralmente prescindibles, obsoletos.
Y se dice que la pandemia es extrañamente democrática: que no distingue raza, posición social, creencias religiosas. Pero es mentira.
¿Qué pasará si la invasión viral toma fuerza en África, la India, entre los haitianos? ¿Tendrán ellos al menos las lamentables respuestas políticas, sociales, económicas, sanitarias que han dado -a veces a destiempo- los gobiernos de algunos países ricos?
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Tampoco es democrática para quienes por su profesión o vocación trabajan y viven entre infectados o arriesgándose a infectarse, seres dotados de una capacidad de entrega, de un espíritu de sacrificio y fraternidad que nos obliga a pensar en las reservas de bondad que incluso en días espeluznantes puede albergar el ser humano.
Y tampoco su resultado será muy democrático si, como mejor remedio, todos terminan empleando los métodos chinos de vigilancia y control de los individuos, acompañados con el despojo de la esfera privada, pero al parecer eficaces para detener la propagación de enfermedades del cuerpo.
Pero lo cierto, en cualquier caso, es que el panorama social de hoy resulta desolador. El de los próximos dos, tres meses podría ser apocalíptico. “Resulta que estábamos mejor cuando creíamos que estábamos peor”.
El futuro que se perfila en el horizonte no imita siquiera el de “Un mundo feliz” de Huxley. Por eso son cada vez son más las personas que le rezan a algún dios o a los científicos porque detengan esta avalancha.
Definitivamente hoy no vivimos como en diciembre de 2019, y todo parece indicar que nunca volveremos a hacerlo.
Somos y seremos menos libres, tendremos menos oportunidad de ejercitar nuestro albedrío, cargaremos más miedos y evitaremos que nuestros semejantes nos den besos y abrazos.
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