Ramón, Ulises y el nuevo subway

Empleados afirman sentirse muy contentos por su contribución en esa obra

Para muchos neoyorquinos –acostumbrados a satisfacer gustos y necesidades al instante– la construcción del subterráneo sobre la Segunda Avenida que, dicen los que saben terminará en el 2020, es una tortura y motivo de quejas y llamados inútiles al 311.

Pero el ruido ensordecedor de grúas y maquinarias excavadoras; de taladros que trepanan el concreto casi las 24 horas del día y los vallados que ponen a prueba el ingenio de los peatones que deambulan por el área tiene un significado totalmente distinto para el hondureño Ramón Jovel y el salvadoreño Ulises Peraza, dos de los camioneros que trabajan a diario en la mega obra.

“Cuando el subway esté terminado nosotros podremos decir que fuimos parte del equipo que lo puso en pie”, dice Ulises. “Ahora es una obra pero sé que pronto será otra enorme contribución nuestra a este país. Cada vez que veo algo donde yo participé, como el edificio nuevo del hospital Mt. Sinai, siento que es mi gran aporte a la ciudad”, dice contento y girando sobre sus pies buscando con la mirada la moderna construcción de 12 pisos ubicada sobre Madison entre las calles 101 y 102 donde, a partir del 2012, funcionará el Centro de Ciencia y Medicina del complejo hospitalario.

“Yo estuve extrayendo material con mi camión de la Zona Cero para hacer los cimientos donde ahora está el Museo Nacional del 9/11”, acota Ramón, con su tez morena resplandeciente por el reflejo de su chaleco verde fosforescente.

La tarea de ambos, empleados de la firma Tri State Soil Solutions, es transportar en sus camiones el material que se excava desde las entrañas de la tierra en toda la extensión que tendrá la línea del subway a lo largo de la Segunda Avenida, desde la calle 125 hasta el distrito financiero.

“Llevamos unas 20 toneladas por viaje y generalmente hacemos dos al día”, comenta Ramón. “Llevamos todo esto desde aquí hasta North Bergen, en Nueva Jersey”. Los dos centroamericanos alzan la voz lo más que pueden para que su explicación no sea apagada por el alboroto de las voluminosas excavadoras de origen alemán.

Sus camiones, ahora emplazados, en la calle 97 y la Segunda –allí donde en el futuro estará la entrada a una de las 16 estaciones de la línea subterránea– son preparados por ellos mismos para recibir su fangosa carga, mezcla de barro, agua, arena, arcilla y roca. “Lo primero que hacemos es colocarle un enorme plástico que recubre todo el montacargas para evitar que se chorree el material y también porque si no sería muy difícil de limpiar después. Esto que parece tan líquido, luego se petrifica”.

Los 15 camiones –de los cuales la mayoría son conducidos por hispanos y portugueses– duermen en un garage de Newark. De allí recogen cada cual el suyo Ramón y Ulises. “Estamos ahí a las seis de la mañana porque debemos empezar a car- gar no más tarde de las siete,” afirma Ramón.

“Antes recorríamos el trayecto de aquí de East Harlem y el Upper East Side a un botadero en Allentown, en Pensilvania”, agrega Ulises. “Pero ahora ya nos cambiaron y vamos de aquí a North Bergen”.

Los enormes rodados volcadores de cuatro ejes, 12 ruedas, palanca de cambios y un sin número de espejos, –uno que hasta muestra el techo de los carros que transitan a los costados– están preparados para transportar hasta 80,000 libras y según los conductores manejar con peso requiere mucha destreza.

Miembros hace muchos años del sindicato local 282, –que agrupa a operadores de grúas y camioneros de la construcción– como ellos, Ramón y Ulises son bien conocidos en este ambiente de hombres corpulentos de brazos tatuados. A veces con un café para hacerle frente al frío el grupo de choferes conversa mientras esperan las indicaciones del dispatcher, aquél que les dice cuándo cargar y a dónde botar el material.

Ambos viven en Nueva Jersey, Ramón en Linden y Ulises en Elizabeth y se conocieron en los 80’s cuando eran jóvenes recién llegados. “Me vine para aventurar,” dice Ramón “y siempre me dediqué a manejar. En Tegucigalpa trabajaba en el negocio de grúas de mi padre y me subí por primera vez a una a los 14. Conducir es lo que sé hacer”.

Ulises, de Matamoros, dejó El Salvador a los 22 sabiendo que si no se iba lo reclutaría el ejército o la guerrilla. “Me vine por la frontera y luego conseguí asilo político. Los primeros tiempos fueron complicados”, dice en tono sombrío. “Ahora me acostumbré y cuando volví a casa lo encontré todo malísimo con mucha ganga, mucha pandilla”.

No saben si estarán aún trabajando en la construcción del subway en las etapas finales pero, de seguro, se les hará una media sonrisa cuando vean a los miles de pasajeros utilizando a diario lo que ellos ayudaron a construir cuando lo único que había allí era roca, arena y fango.

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