Libre al fin

Hace justo 10 años, Flor Molina vivió lo que menos imaginaba en su vida: ser esclava.

Apenas puso un pie en la tierra de las libertades y justo eso fue lo que le arrebataron. Su vida, sus derechos y hasta su respiración, según le hicieron creer, le pertenecían a quien se convirtió en su verdugo.

A finales de 2001, Flor vivía en una situación precaria en Puebla, México. Su bebé de apenas 45 días de nacido había muerto por falta de atención médica. No tuvo dinero para pagar un doctor.

La desgarradora situación la dejó en una profunda depresión junto con el intento frustrado por salir adelante. Todo eso la hizo aceptar la oferta la de venir a trabajar a Estados Unidos.

“No hubo mucho tiempo para pensarlo”, cuenta. “Era tomar o dejar la oportunidad y la tomé. Pensé que en un par de meses trabajando aquí reuniría dinero para un proyecto y entonces volvería a mi pueblo”.

Flor es madre de tres hijos, a los que dejó al cuidado de su mamá para emigrar a California.

Ella junto con su maestra de costura, quien también cayó víctima, viajaron a Tijuana.

“Mi primer día de trabajo era el Año Nuevo de 2002, desde ese día mi vida cambió”, dice la activista.

Flor fue llevada a la fábrica de costura de la mujer que la esclavizó. La misma que pertenece a una de las familias más respetadas en su pueblo.

Durante poco más de 40 días, su vida era trabajar y solo tenía pocas horas para descansar. No recibía salario, pero sí insultos. Hasta que un día escapó.

“Era mucho el maltrato psicológico, ella me decía que en este país un perro tenía más derechos que yo. Así que me tenía aterrorizada”, recuerda.

Flor cuenta que luego de dos semanas de insistir en que le permitiera ir a la iglesia, accedió.

“Primero me dijo que tenía que ganarme el permiso y me dio más trabajo, así que dormía solo tres horas. Me quedé viviendo en la fábrica”, relata.

Para suerte de Flor, quien vivía vigilada, ese día su “celadora” no la quiso acompañar a la iglesia.

“Fue suerte o no sé qué, porque yo no sabía dónde estaba, menos dónde quedaba la iglesia, pero apenas atravesé el estacionamiento del lugar y me eché a correr para pedir ayuda”, dice,

Lo único que ella llevaba de valor era un pequeño papelito en donde tenía escrito el número de teléfono que una compañera de trabajo logró darle para cuando necesitara ayuda.

Seguida por lo que creía mala suerte, la mujer la reencontró, pero logró escapar nuevamente. Una vez refugiada con otros samaritanos, agentes del FBI llegaron por ella.

Entonces su suerte cambió. Los agentes la buscaron para que testificara en contra de su victimaria, quien solo logró el arraigo domicilario y el pago de una fianza.

Sin embargo, con el paso de los años Flor Molina logró más. Obtuvo la residencia y sus hijos viven ahora con ella.

Desde hace algunos años ella trabaja en una agencia de seguridad y de la costura no quiere saber nada.

“Tengo una máquina de coser en casa, pero apenas me pongo a coser me viene a la mente todo lo que viví y no puedo continuar”, señala.

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