Gustavo Dudamel, apoteósico

La Octava de Mahler con 1,011 músicos y cantantes, un hito histórico

El escenario del Shrine Auditorium el sábado noche, con dos orquestas, 16 coros y ocho solistas, todos dirigidos por Gustavo Dudamel (este al centro y al frente en foto arriba y dirigiendo en foto abajo).

El escenario del Shrine Auditorium el sábado noche, con dos orquestas, 16 coros y ocho solistas, todos dirigidos por Gustavo Dudamel (este al centro y al frente en foto arriba y dirigiendo en foto abajo). Crédito: Mathew Imaging

Gustav Mahler (1860-1911) murió solo ocho meses después del estreno mundial de su Octava Sinfonía, la que, dicen, le devolvió a su música el entusiasmo espiritual y sonoro que había perdido en sus más recientes composiciones, de corte más dramático e instrumental.

La noche del sábado, otro Gustavo, el conductor venezolano Gustavo Dudamel, convirtió en realidad el título popular de la obra, “Sinfonía de los Mil”, colocando en el escenario del Shrine Auditorium de Los Ángeles a poco más de 1,000 músicos y cantantes, coristas y solistas, en un evento histórico -y vendido en su totalidad desde semanas antes- que definirá la exultante trayectoria del actual Director Musical de la Filarmónica de la ciudad.

Me pregunto cuál fue la reacción de los dirigentes de la organización cuando el siempre jovial y energético Dudamel les sugirió la posibilidad de sumar dos filarmónicas -la de LA y la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar-, hasta 16 coros y nueve solistas en una sola representación, su primera dirigiendo la obra.

No se trataba solo de una pesadilla de logística.

En principio, se trataba de una locura.

Pero vaya locura… Una que deleitó a la mayoría de los alrededor de 5,400 espectadores que asistieron a la velada.

Al final, la rendición de la Octava de Mahler, dividida en los dos movimientos originales, supuso una experiencia apoteósica, más allá de los altibajos de la composición.

El primer acto, inspirado en un himno pentecostal, fue una reivindicación de la vivacidad orquestal y coral de un Mahler -y un Dudamel- entusiasmado por contagiar una comunión perfecta y optimista de voces y sonidos.

La coordinación entre músicos -atención a la intermitente presencia de una docena de ellos. sección cuerda, en un palco, que cerraron ambos movimientos- y coros, y un Dudamel siempre vivaz y locuaz (interpretando él mismo las letras de la partitura como se pudo ver en las dos pantallas instaladas a los lados del escenario), amén de la labor de nueve solistas (las voces femeninas resonaron con más convicción que las masculinas), condujeron al final de una primera parte simplemente impoluta.

Mahler basó el segundo movimiento en Fausto, y el dramatismo de la obra de Goethe es reflejado en la elegancia de sus primeros minutos.

Dudamel condujo las orquestas con una delicadeza electrificante: tejó una tela de araña musical con instantes sonoros cuya pulcritud dejó en silencio sepulcral al Shrine.

Lástima que ciertas secciones posteriores de la composición carezcan de similar fuerza dramática, reduciéndose así el impacto inicial que se recupera en los últimos segmentos de la sinfonía, cuando, una vez más, la combinación de músicos y voces en el escenario llevaron a un éxtasis sonoro que fue aplaudido a rabiar por los presentes.

Hay algo que se ha dicho ya, quizás demasiadas veces, pero vale la pena repetirlo: Gustavo Dudamel ha convertido cada una de sus actuaciones en auténticas experiencias vitales.

No se trata solo de la música: es su actitud, su presencia, su entusiasmo. Todo ello se refleja no solo en los músicos o en él mismo. Es evidente en la platea.

Su genialidad, hoy, va más allá de análisis musicales.

Si, a estas alturas, aún no ha tenido oportunidad de ver a Gustavo Dudamel ya sea en la Sala de Conciertos Walt Disney o en el Hollywood Bowl, no tiene excusa (y el precio, accesible a todos los bolsillos, no es una de ellas): vivir en Los Ángeles y no conocer a Dudamel, es un acto de traición cultural a la ciudad y a la música.

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