Después de la RAE

Es buena práctica, y legal, criticar en serio a la Real Academia Española (RAE), pero acometer su desaparición no es tarea tan sencilla. El manto protector que se arroga la RAE ha calado desde hace ya tiempo en la sicología popular. Sin calibrar sosegadamente el impacto de su desaparición es prematuro dar el paso, sobre todo, en un país como España, y por extensión, en Latinoamérica, en que la (mala) educación necesita ser guiada cual oveja por su pastor.

Si el proceso aniquilador no se presenta acompañado por un plan de cómo será el después (de la RAE), habrá que concluir que todo lo que se diga es pura faramalla.

Hoy, como resultado del aluvión de inercias del pasado, una mayoría compuesta de literatos, filósofos, bioquímicos, historiadores, periodistas, actores y cinéfilos, se amontonan caprichosamente en un gallinero poco profesionalizado en el que no se tiene que rendir cuentas a nadie ni justificar nada. ¿Qué se planea hacer para sustituirlos? ¿Un expediente regulador de empleo?

La prevención surge a cuento de no tener noticia de que haya una masa poblacional que se sienta tiranizada por la RAE. Al contrario, se da el caso de los que, sin siquiera tener muy claro lo que hace la institución, se muestran proclives a reconocerle algún tipo de soberanía, sea esto tanto por inercia histórica como por ignorancia colectiva. Así lo demuestran algunas encuestas.

¿Dónde estaban los críticos a la RAE cuando se suplantó en España computadora por ordenador, o cuando de internet se atropelló su morfología natural? De hecho, quienes lo propiciaron antes, ahora despotrican contra la Academia. ¿Dónde estaban para cerrar filas contra el uso de los taltibán o para educar en el porqué de decir mayo del 2012? Los que dieron la cara fueron Lázaro Carreter, Cela, Adrados y pocos más. Todos académicos.

La ausencia de la RAE, por sí misma, tampoco va a garantizar automáticamente decisiones ajustadas en lo que compete a la lengua. Dependerá de la calidad de las alternativas que se ofrezcan y de quien las promueva. El vacío de la RAE despierta miedo en algunos: ¿en qué se iban a apoyar para sentirse correctamente educados? Incluso flota en el ambiente que los hablantes quedarían a merced de desalmados de la lengua.

¿Por qué no ocurre esto en Estados Unidos? Hay que explicarlo. Nuestra tradición anglosajona es diferente en que no hay una fijación con que la lengua debe marcar el coeficiente intelecto-personal de los ciudadanos. De hecho, no necesitamos ni siquiera decir que tenemos una lengua oficial. Hubo un presidente reciente que decía “kidrens” como plural de “kid”, cruzando salvajemente “children” con “kids” y nadie pidió su cabeza. ¿Cómo cambiaríamos la actitud sectaria de la intelectualidad hispanoparlante?

No faltan tampoco hablantes académico-dependientes que gustan del “a mí que me digan cómo se debe decir (bien)”. Nunca han pensado en desarrollar un juicio propio. ¿Cómo se consigue esa seguridad?

“Hablar mal” solo existe para los que quieren prepararse para hablar de cierta manera y no lo consiguen. Los que no viven para ello no tienen esos problemas. ¿Y cómo se defiende esto? ¿Cómo se enseña? La RAE no ha pintado ni pinta nada en ello. La RAE está en sus cosas, que van por otro lado. La lengua no es la RAE. El que se lo cree es que necesita creérselo.

Si no se prepara a los hablantes para encontrar su sentido del idioma es mejor no distorsionar la realidad. Porque para IN-útiles, de momento, ellos.

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