Una lente enamorada de immigrantes

Jill Enfield está siempre alerta, sus oídos bien abiertos tratando de dar con aquél inmigrante dispuesto a contar su historia sin demasiadas palabras y valiéndose de una imagen que lo diga todo.

Esta inmigrante irlandesa trabaja en el Grainne Café; un pub en la 9na Avenida.

Esta inmigrante irlandesa trabaja en el Grainne Café; un pub en la 9na Avenida. Crédito: Cortesía Enfield Studio

Jill Enfield está siempre alerta, sus oídos bien abiertos tratando de dar con aquél inmigrante dispuesto a contar su historia sin demasiadas palabras y valiéndose de una imagen que lo diga todo.

“Si estoy sentada en un banco de plaza y escucho alguien que habla en otro idioma presto atención inmediatamente, trato de captar de dónde es. Lo mismo sucede si estoy en un restaurante o en una tienda. Siempre termino entablando charla con alguien y contándoles sobre mi proyecto.”

En la era de la fotografía digital, rápida, descartable e indolora, la forma de captar imágenes que utiliza esta fotógrafa, conocida como colodión húmedo, suena disparatada. Y a veces es esa la reacción que Jill obtiene cuando les propone a ciertos inmigrantes que residen aquí en Nueva York dejarse retratar utilizando este método que comenzó en 1850 y que fue utilizado durante la guerra civil estadounidense para tomar imágenes de los soldados en sus uniformes antes de la contienda y también en el campo de batalla.

Finalmente, esta carismática artista logra convencerlos no tanto basándose en las características del proceso fotográfico si no en las de su propia historia como inmigrante.

“Mi padre es judío alemán y mi abuela materna también era extranjera. La inmigración y sus múltiples aristas siempre me han fascinado y como la gente a la que retrato, yo también me siento inmigrante.”

Fue un hecho triste el que la motivó a posar su enorme cámara, una Deardorff de esas construidas en madera y a mano y que tiene una especie de acordeón, sobre los rostros de inmigrantes.

“Habían pasado sólo días del 11 de septiembre y la ciudad y todos los neoyorquinos estábamos aún en shock. Inicialmente, la gente se había hermanado, había una sensación de unión y ayuda mutua frente a la tragedia,” comenta Jill sentada en el mercado de vegetales de Union Square, cerca de su casa.

“Pero inmediatamente después, eso se terminó y llegó el odio. Los inmigrantes –todos- se convirtieron en blanco y esa situación me indignó,” retruca.

“Nueva York encanta precisamente por los inmigrantes que le aportan a esta ciudad todo lo maravilloso que tiene, la diversidad, los distintos lenguajes, las distintas comidas. Aquí somos todos inmigrantes y con mis fotos muestro eso.”

Inicialmente, Jill invitaba a los protagonistas de sus fotos a su estudio –en su hogar donde vive desde la década del ’80 cuando llegó desde Miami- pero desde hace un tiempo cambió y es ella la que ahora se traslada hacia sus sujetos. “La foto se vuelve más rica si retrato a las personas en su hábitat; donde pasan tiempo.”

Sus poderosas imágenes muestran a inmigrantes latinoamericanos, italianos y africanos en restaurantes y a electricistas polacos en sus talleres. Entre los fotografiados –ha sacado cientos de retratos- hay algunos indocumentados pero Jill –que expondrá pronto sus fotos en Ellis Island- no hará públicas esas imágenes para no perjudicarlos.

“Me interesa mostrar un costado feliz de la inmigración. Exponer las historias de quienes, al igual que aquellos que llegaron a este país en el siglo XIX y principios del XX, dejaron todo atrás y comenzaron de nuevo sorteando todo tipo de obstáculos.” Feliz, sin embargo, no es sinónimo de exitismo. “Retrato a gente simple, personas de clase media, que hacen cosas de clase media. No me interesa el inmigrante que llegó pobre y hoy es un magnate. Es gente común.”

Para tomar las fotos Jill se moviliza con un cuarto oscuro portátil; una especie de carpa donde revela sus imágenes en menos de una hora. El tiempo también debe cooperar. “No puede llover ni estar muy oscuro; necesito el sol porque el colodión reacciona a los rayos ultra violetas.”

Cuando tenía 19 años –tiene ahora la misma edad que su cámara que fue fabricada en 1954- sacó una cámara del negocio de que su padre tenía en Miami. “Vendía cosas electrónicas. Nosotros tuvimos el primer televisor a color del barrio y me agarré esta Fuji. No pude parar de sacar fotos, fue una sensación hermosa encontrar mi pasión después de haberme aburrido durante mucho tiempo.”

Su pasado familiar, relata, también está íntimamente ligado al mundo de la fotografía. “Mi abuelo y su hermano estuvieron en el campo de concentración Buchenwald y fue la familia Leitz quien los ayudó a escapar. Los Leitz, explica, eran los dueños de las cámaras Leica, unas cámaras alemanas muy famosas y fueron los responsables de salvar a muchos judíos de las garras de los nazis.

En sus fotos, los inmigrantes lucen serios y el blanco y negro les da un aspecto más sombrío aún, pero ese aire melancólico tiene una explicación técnica. “Tomar la fotografía puede llevar hasta dos minutos y nadie puede sostener una sonrisa tanto tiempo pero te aseguro que antes y después nos reímos mucho. Fotografiar la inmigración es algo maravilloso.”

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