Distintos idiomas, un mismo dolor

El dominicano Miguel Vargas-Caba, habla varios idiomas y fue quien, luego del 9/11, coordinó en el Armory a los traductores que asistieron a familiares de las víctimas.

El dominicano Miguel Vargas-Caba, habla varios idiomas y fue quien, luego del 9/11, coordinó en el Armory a los traductores que asistieron a familiares de las víctimas. Crédito: Cortesia de la familia

La Zona Cero es el recordatorio más tangible del ataque terrorista más cruento de la historia. Pero Nueva York tiene otros rincones que para muchos están teñidos de dolor y pesar. Miguel Vargas-Caba no puede pasar por el Armory sobre Lexington, -entre la 25 y 26- sin que sus ojos se humedezcan.

El edificio, -construido en 1906 como lugar de entrenamiento para el regimiento 69 de la Guardia Nacional y actualmente usado para exhibiciones de arte y otros eventos tuvo un rol vital en esos días críticos cuando se convirtió en centro de asistencia para los familiares.

“Aquello era un mundo de gente”, comenta Miguel recordando la interminable fila de parientes que ingresar al Armory con la esperanza de una buena noticia. “Era el 12 de septiembre y muchos todavía pensaban encontrarlos vivos”, sostiene. “Eso fue cambiando a medida que pasaban los días”, agrega con la voz entrecortada.

Miguel había llegado temprano, su mirada encendida luego de una noche de vigilia en la cual la imagen del segundo avión chocando contra la torre sur no le había dado tregua. “Lo vi en vivo esa mañana porque estaba en la calle 8 y Broadway, a pocas cuadras de la empresa donde era gerente de informática. Ese horror, allí delante de mí, fue lo que me motivó y a la madrugada le dije a mi esposa yo me voy a ayudar o me voy a volver loco”.

La tragedia del 9/11 sacudió a Nueva York y de esa forma asestó un golpe al mundo entero ya que las casi 3,000 víctimas representaban más de 90 países. Capaz de hablar fluido español, inglés, francés, italiano, portugués y ruso, estaba más que clara cuál sería la contribución de este dominicano. El ruso, -idioma que aprendió a los 12 años cuando memorizó el alfabeto cirílico para descifrar un artículo de la Revista Life conmemorando los 50 años de la revolución bolchevique- fue el lenguaje que primero usó.

Un detalle alertó a Miguel y le dio la pauta que aquella pareja parada en el medio de la hilera necesitaba ayuda. “Estaban angustiadísimos tratando de completar un formulario pero lo estaban mirando al revés. Les pregunté, ¿Do you need help? Y no me respondían nada. Ella lloraba y lloraba”.

Después de un poco de mímica, el hombre dijo la palabra mágica: Azerbaiyán. “Hablo ruso, les dije, pero no azerí”, dice refiriéndose al idioma de este país ex miembro de la Unión Soviética. “Pude saber que buscaban a su sobrino, Daniel Ilkanayev, un muchacho que trabajaba en el piso 80 de la Torre Norte y del que no habían vuelto a escuchar”.

El centro de asistencia, relata Miguel, era un caos. “Gente demandando respuestas en distintas lenguas y absolutamente nadie que pudiera traducir o interpretar, por ende nadie que pudiese responder. Sobre un escritorio puse un letrero que decía: Servicios de traducción y en mi manga me pegué con grampas otro que decía Coordinador de Traductores”.

“Al principio, -apunta este hombre nacido en Santiago de los Caballeros- sólo éramos una mujer que manejaba lenguaje de señas y yo, pero pronto se empezó a correr la voz y se acercaban un montón de profesionales a ofrecer sus servicios en forma voluntaria. Estaban los que hablaban francés con los haitianos y los que manejaban el hindi”.

Para el cuarto día Miguel contaba con una verdadera flota de aproximadamente 400 traductores. “A muchos tuvimos que decirles que no, porque hablaban bien los idiomas pero las emociones los desbordaban y lloraban a la par de los familiares. Era durísimo”, apunta haciendo un silencio. “Madres buscando hijos; hermanos buscando hermanos, el hijo intentando dar con su padre”.

Durante dos semanas, a veces por 12 y hasta 14 horas diarias, Miguel dialogó con cientos de personas. “Les pedíamos las señas particulares de sus familiares. Cuánto medían, cuánto pesaban, cuál era su color de ojos, qué llevaban puesto y claro, en qué piso y en qué torre estaban”.

La descripción coincidía con las fotos que la gente acercaba y que pegaban en el Muro de la Esperanza; un gran vallado repleto de los rostros de aquellos a los que el destino sorprendió ese día y a esa hora en las Torres Gemelas. “Yo intentaba pasar de largo porque eso sí que me quebraba, cuando veía las caras de esos muchachos tan jóvenes; con tanto porvenir, tantos planes”.

Para muchos inmigrantes la angustia era doble. “Lo primero que me decían es ‘no tengo papeles, ¿qué hago?’ Yo los tranquilizaba, les decía que en ese momento el estatus no contaba para nada, que no se preocuparan”. Fue el caso de una mujer que aún recuerda. “Por su acento supe que era de mi país, el Cibao. Buscaba a un bus boy de Windows on the World. Le pregunté cómo es que estaba tan tranquila. ‘Es mi marido y no me quedan ya más lagrimas’”.

La experiencia de interpretar estas situaciones lo cambió para siempre. “Veo la vida con otra perspectiva, aprovecho cada instante”. Miguel les recuerda a diario a sus mellizas cuánto las quiere; las abraza a menudo y para eso no hace falta ninguna traducción.

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