Los Reyes, víctimas claras de la injusticia

Al menos seis miembros de la familia fueron asesinados

Saúl Reyes, en su exilio,  recibe noticias de la situación en su pueblo y sabe que no debe  volver.

Saúl Reyes, en su exilio, recibe noticias de la situación en su pueblo y sabe que no debe volver. Crédito: Gardenia Mendoza / La Opinión

ALBUQUERQUE, Nuevo México.- Saúl rompió con su exilio en Estados Unidos la maldición que caía sobre los Reyes: el que identificaba en la morgue el cadáver del hermano asesinado era la siguiente víctima. Así cayeron seis: Julio César, Josefina, Rubén, Elías, Luisa y Magdalena en el municipio de Guadalupe, Chihuahua.

Este hombre de 42 años, panadero, lector voraz y autodidacta, es el primer miembro de una familia de 36 hombres, mujeres y niños que cruzó la frontera y a quien el gobierno norteamericano le concedió hace poco el asilo político.

Ahora intenta rehacer su vida para olvidar. Trabaja en la panadería de un centro comercial, hace lo que le gusta, pero extraña a México. Su país es hoy una bandera tricolor que colocó en la esquina más visible del minúsculo departamento de alquiler donde apenas caben Saúl, su esposa Gloria, sus tres hijos, y Sara, la matriarca de los Reyes.

En la pared del comedor que sirve también para las tareas de los chicos, oficina y dormitorio de la abuela, hay una fotografía en la que se encuentran la mayoría de los Reyes en los años 90, cuando eran completamente felices porque los 10 hermanos vivían, eran más jóvenes y sonreían.

Es la primera imagen que Sara observa al despertarse, antes de probar siquiera los medicamentos contra la diabetes y la hipertensión o sumergirse en la lectura a la que recurre como terapia para el olvido.

“Quemaron mi biblioteca, pero no el hábito”, irrumpe la matriarca que cumplió 78 años, encanecida, “triste, pero digna”, se describe cuando recuerda su casa vuelta cenizas por el crimen organizado.

“Estoy tranquila… ¿qué extraño? Las reuniones en mi casa, antes de que la incendiaran, y cuando todos mis hijos llegaban a comer porque les gustaba estar juntos.

Hasta marzo de 2008, los Reyes estaban muy orgullosos de su trabajo como activistas sociales. Josefina encabezaba una lucha contra los feminicidios en Ciudad Juárez y junto con los varones impulsaba la democratización de su municipio en una aguda campaña contra el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que finalmente fue derrocado en 2004 después de décadas en el poder.

“El problema fue cuando llegó el Ejército a Guadalupe: parecía como si los soldados abrieran el camino al cártel de Sinaloa”, recuerda Saúl quien en esa época, junto con sus hermanos, eran los panaderos más cotizados del pueblo de 3,000 habitantes: surtían sus productos a 40 tiendas; pero días después del arribo militar sólo quedaron nueve comercios abiertos.

Ángel y Jorge Reyes (hijos de la fallecida Magdalena), quienes en ese tiempo tenían 17 y 23 años, señalan la llegada de los militares como el arranque del infierno en vida.

En Guadalupe operaban cabecillas del cártel de Juárez, afirma Jorge: “se sabía porque tenían coches de lujo y las casas que después abandonaron”.

Después de rodar por casi todo el país –intentaron junto con Saúl vivir en Distrito Federal, Guanajuato y Chihuahua- hoy se esconden en un condominio ordenado, con olor a pino y una alfombra impecable. “Ningún lugar era seguro allá –observa Ángel- en todas partes cortaban cabezas”.

Los dos muchachos son limpios e instruidos, uno estudió historia y el otro quiere ser físico matemático o ingeniero químico. Ambos esperan, como muchos, el asilo en EEUU.

Cuando los horarios de sus respectivos trabajos en un supermercado se los permite, se fuman un puro y vuelve el pasado a su memoria con horror, furia y desconcierto, como ocurre a los sobrevivientes de la guerra.

“Los sicarios que se quedaron en Guadalupe eran los achichintles (subordinados) del cartel de Juárez” , señala Jorge, y cuando llegaron los de Sinaloa, fueron ellos y los nuevos narcotraficantes en la zona quienes desangraron al pueblo, ¿verdad hermano?”

Jorge se atraganta y se hunde en el sillón. Llora.

Camino a su escuela veían cuerpos desmembrados, ya una cabeza, ya una pierna; ora un conocido, luego un colega. El esposo de una amiga de Ángel expiró en los brazos de éste después de que unos encapuchados entraron a la tienda de abarrotes donde se encontraban de compras.

“Con el tiempo nos acostumbraos y hasta lo veías normal”, responde Ángel.

Por esas fechas el Ejército detuvo a Miguel Ángel Reyes, hijo de Josefina. Fue acusado de ser parte del grupo de sicarios del Cártel de Juárez, “La Línea”. Está detenido en un penal de Tamaulipas, pero no ha sido sentenciado.

“Si alguien de la familia tiene una deuda con la justicia debe pagarla, pero es justo que tenga un juicio y se le compruebe o no el cargo y no nada más tenerlo encerrado”, defiende Saúl.

Por el encarcelamiento de Miguel Ángel, Josefina, la madre, montó plantones de protesta contra el Ejército por “arbitrario”. A partir de ese momento la estela de muerte que siguió a los Reyes es historia: en noviembre de 2008 cayó Julio; Josefina, en enero de 2010; Rubén, siete meses después y Elías, Luisa y Magdalena en febrero de 2011.

Cada vez que uno moría, el resto protestaba. Los últimos tres fueron secuestrados, ejecutados, enterrados, desenterrados y tirados en estado de descomposición en una carretera, dos días después de que la familia instaló un campamento en las afueras del Senado de la República en la Ciudad de México para clamar justicia.

Saúl cree todavía que el Estado es culpable de su desgracia. “Al menos por omisión”, opina. Su vista se detiene en un reconocimiento que le otorgó en el pleno el Senado de EEUU, un país del que renegó durante años como todo militante de izquierdas, pero hoy se desdice, corrige.

“Por decir lo que pienso, en Estados Unidos me aplaude en el Congreso; por decir lo que pienso en México mi vida corre peligro”.

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