El collar del status

El caso es que luego de 114 años y múltiples experimentos... los puertorriqueños no dejan de pensar en el status, aun si es para defender el status quo

Este 6 de noviembre, los puertorriqueños irán a las urnas por cuarta vez en cinco décadas para intentar decidir si la isla debe seguir siendo un territorio no incorporado de los Estados Unidos, o, si por el contrario, es preferible que se convierta en un estado americano o una nación aparte.

El hecho de que se anticipa que la consulta no resolverá mucho ha estimulado a algunos observadores a declarar que el debate del status es un black hole que se traga toda aspiración de cambio y posibilidad. Insisten además que la pregunta de ser república o estado es obsoleta, un problema del siglo XIX sin lugar en el siglo XXI. El argumento es que ante la globalización, los poderes soberanos nacionales declinan por lo que la mejor opción es dedicarse a resolver los problemas sociales que aquejan a la ciudadanía y olvidarse del resto.

Hasta cierto punto, coincido con estas posiciones. La política no puede (ni debe) entenderse sólo como una cuestión de fundar o pertenecer a un estado-nación. Político es el racismo, la pobreza, la violencia doméstica, y la homofobia. En adición, el lugar privilegiado de lo nacional sin duda ha cambiado. Compite con otras nociones políticas y de lo político; también con las fuerzas del capital, las cuales en numerosos contextos nacionales como Estados Unidos han infiltrado los cuerpos democráticos de tal forma que sus políticas económicas son dictadas por ejecutivos de Wall Street.

El problema, sin embargo, es que ninguna de estas críticas logra su objetivo: que la mayoría de la gente se olvide del status. La pregunta que habría que entonces hacerse seriamente es, ¿por qué?

De entrada, sería necesario aclarar que la globalización no ha eliminado lo nacional. Aunque nos simpatice poco el nacionalismo y la globalización haya inaugurado nuevas formas de pensamiento y acción política, la unidad básica del sistema económico global sigue siendo la nación-estado y ésta se reconoce mundialmente como la entidad política normativa. Suficiente es recordar a los palestinos, quiénes llevan décadas luchando por un estado-nacional independiente o a los sudaneses del sur, quiénes el año pasado, por un margen aplastante, votaron por separarse de Sudán y fundar su propia república.

Tal vez más contundente es cómo la Unión Europea, que para algunos representa el futuro no nacional o estatal de la humanidad, está sin querer incitando movimientos soberanistas como el catalán. Si antes existía un amplio consenso alrededor de la idea que la autonomía era la mejor solución para Cataluña, el nuevo argumento es que si existe la Unión Europea no hay razón alguna por la cual los catalanes deban subordinarse al quebrado (por no decir corrupto) estado nacional español.

En este contexto, que los puertorriqueños se entienden como una nación pero carezcan de un estado, y Puerto Rico legalmente “pertenezca a, pero, no sea parte de” la nación-estado más influyente del planeta, hace que lo nacional esté siempre sobre la mesa boricua. Además, el que en general Estados Unidos sea rico y Puerto Rico sea pobre, y los puertorriqueños objeto de discriminación racial y étnica “allá fuera”, hace al asunto nacional no sólo uno de subordinación jurídica sino también de injusticia económica y humillación simbólica.

Pero hay más: la pregunta del status dura y perdura como Lifesaver Lollipop por al menos dos razones adicionales: Una, por que plantea las interrogantes fundamentales de cualquier comunidad política, particularmente una subordinada y en crisis: ¿qué clase de colectividad política queremos ser? ¿Qué caracterizaría nuestro proceso democrático? ¿De qué forma participaríamos en él? Y, dos, debido a que arrastra la duda de si una constitución política diferente, la cual se imagina en términos de soberanía nacional o integración a los Estados Unidos, lograría resolver los problemas más apabullantes de desigualdad, desempleo, y violencia que enfrenta Puerto Rico.

Es por todo esto que el status tiene que ver no sólo con fórmulas en una papeleta sino con las condiciones mismas para pensar lo político. En otras palabras, no es fácil, como dirían los cubanos, pensar más allá del status (o Raúl), aunque se quiera. Y acaso la mejor manera de explicar esto es aludiendo al famoso experimento del collar de la señora Jane Elliott, una maestra de escuela elemental radicada en Iowa para el 1968.

El día después del asesinato de Martin Luther King, la señora Elliott llegó a la conclusión que iba a ser imposible explicarle con palabras corrientes a sus alumnos, quiénes nunca habían conocido a un afro-americano, por qué King había sido ultimado y cómo operaba la discriminación racial en los Estados Unidos. Entonces la Sra. Elliott ideó un experimento vivencial. Dividió a la clase en dos. Le dijo a la mitad de los estudiantes, aquéllos de ojos claros, que eran superiores al otro grupo de ojos marrón. Para subrayar su superioridad, les concedió a los de ojos claros amplios privilegios y un collar de color marrón que debían colocarle a los otros alumnos, quiénes tenían que llevarlo puesto en todo momento por un día entero.

En menos de 15 minutos, el grupo de los ojos marrón empezó a tener dificultades realizando las tareas intelectuales más básicas como leer, sumar y restar. Para que todos los estudiantes pasaran por la misma experiencia, al segundo día la maestra dijo que había cambiado de opinión: el grupo superior ahora era el inferior. Los niños de ojos marrón procedieron a ponerle el collar a los chicos de ojos claros y éstos empezaron a tener las mismas dificultades que los del primer grupo. Y cuando luego se les preguntó a todos los niños por qué cometían más errores en los ejercicios, no lograban concentrarse, y andaban deprimidos cuando llevaban al cuello la aborrecida prenda, éstos respondieron: “En lo único que podíamos pensar era en el maldito collar.”

El caso es que luego de 114 años y múltiples experimentos en adornar o ser indiferentes al collar, los puertorriqueños no dejan de pensar en el status, aun si es para defender el status quo. Que no quiere decir que abandonemos la indispensable labor de imaginar y actualizar otras formas de lo político, ni que haya que aplazar la tarea urgente de abordar los problemas de hoy, ahora. Al contrario. Sólo que resulta revelador que en coyunturas plebiscitarias tanto el discurso mayoritario del status como el minoritario del anti-status fiel e inevitablemente se acompañan. Cosa que no debe sorprender. Porque como sugiere el experimento de la Sra. Elliott, para poder realmente pensar en otra cosa, hay que quitarse el collar.

La autora es directora del Centro de Estudios de Raza y Etnicidad de la Universidad de Columbia y autora de varios libros sobre Puerto Rico.

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