Zetas y narco-asesinatos en Guatemala

Cuando los Zetas masacraron a 27 campesinos en Petén, norte de Guatemala, el 14 de mayo de 2011, se hablaba de una “mexicanización” del país—como años atrás se habló de una colombianización de México (en alusión a la narcoviolencia en Colombia de hace 20-30 años). Diez días después de la masacre, el asesinato y desmembramiento de un fiscal en Alta Verapaz, al sur de Petén, parecía confirmar que Guatemala también resbalaba hacia ese abismo. Desde entonces, algunos hechos demuestran que el fenómeno en Guatemala ha sido sutil en comparación con Colombia y México.

En 2009, el sociólogo y politólogo guatemalteco Héctor Rosada dijo que no se podía hablar de una “mexicanización” o “colombianización” de un país porque eso dependía del comportamiento de los narcotraficantes, y de la respuesta de las autoridades ante ello. Para 2012, las palabras de Rosada no podrían ser más ciertas.

Cuando los Zetas irrumpieron en Guatemala con una matanza que dejó 11 muertos en marzo de 2008 (en Zacapa, frontera con Honduras), se anticipaba una escalada de violencia. Pero transcurrieron ocho meses antes de otra masacre mayor. Instigada por los Zetas, y también protagonizada por socios guatemaltecos del Cartel de Sinaloa, el hecho dejó al menos 17 muertos en Huehuetenango (frontera con México). Luego, hasta cinco meses después, en abril de 2009, los Zetas mataron a cinco policías que supuestamente intentaban robarles un cargamento de droga. Siguieron hechos de menor escala, antes que ocurrió la masacre de los campesinos dos años después.

Paralelamente, el número de homicidios (la mayoría, atribuible a las pandillas) se redujo desde 2010, y continúa en descenso. En ese sentido, la escalada de los muertos del narcotráfico en México no se reproducía en Guatemala. Pero surgía un tamiz adicional cuando policías y fiscales se volvían blanco y, con ello, dos posibilidades: (1) que algunas autoridades pagan con la vida cuando no se venden al narcotráfico, y (2) que la formación de distintos bandos corruptos en las filas policiales, o de las fiscalías, acaba en muerte por conflictos de intereses o simplemente por la competencia del negocio.

Pero en Guatemala, las autoridades no hilvanan los hechos. El 23 de diciembre, un grupo de hombres armados secuestró a la fiscal Yolanda Olivares de Chiquimula (departamento colindante con El Salvador y Honduras), a otra funcionaria de gobierno de un departamento vecino, y una familiar; un empresario y sus guardaespaldas. Eran siete personas cuyos cadáveres aparecieron baleados y calcinados en el otro extremo del país, en Huehuetenango, frontera con México.

El ministro de Gobernación Mauricio López Bonilla dijo que los victimarios podían ser los Zetas, o miembros del Cartel del Golfo o Sinaloa. El presidente Otto Pérez dijo que se trataba de “pleitos entre narcotraficantes” lamentando que la fiscal de Chiquimula y la otra funcionaria eran daños colaterales. Pero el mandatario y el ministro olvidan importantes antecedentes.

En agosto pasado, el Ministerio Público denunció que los Zetas intentaban asesinar a “una funcionaria” de la fiscalía en Chiquimula, uno de los departamentos donde operan los Zetas. En enero de 2012, según reportes de prensa, varias personas murieron calcinadas dentro de un vehículo en una aldea de Chiquimula. La policía llegó con un día de tardanza después de denunciado el hecho. Testigos dijeron que varios hombres removieron los cadáveres antes que la policía llegara. Asimismo, el caso de Olivares mostró un patrón usual (aunque no exclusivo) de los Zetas en México: la abducción de víctimas en una zona y su ejecución en otra.

De confirmarse que los Zetas son los victimarios de la fiscal, la señal es alarmante. Significa que el gobierno de Pérez—como el anterior de Colom—tampoco tiene herramientas disuasivas contra los Zetas, y las grandes redes del narcotráfico.

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