Historia inconclusa de un migrante

J. era y es uno de los tantos migrantes deportados desde EE.UU. que intentan regresar por reunificación familiar

Febrero de 2011. Una tarde entre semana. El sacerdote Francisco Pellizzari, que administra la Casa del Migrante en la capital de Guatemala, me dijo que tenía suerte. Acababa de llegar un migrante hondureño, el único ocupante del albergue esa noche. Pellizzari me dijo que podía entrevistarlo. Me llevó hasta un patio largo, flanqueado por salones. Eran las seis de la tarde, había oscurecido. A la mitad del patio se divisaba la silueta de un hombre despatarrado, boca arriba sobre el suelo de ladrillo, sus manos entrelazadas cubriendo sus ojos. Los pies, enroscados de dolor; sus calcetines, pegados a la piel cual guantes quirúrgicos. Justo a su lado, sus botas de construcción deformes por el uso, pareciendo tan cansadas como él.

El sacerdote se acercó a entregarle un par de calcetines nuevos y anunciarle que la cena estaría lista pronto. El hombre se incorporó. Sus manos descubrieron un rostro moreno lleno de cicatrices y raspones, y una de las pocas sonrisas que le vi. Se llamaba J. y quería llegar hasta Nueva York, reunirse con sus hijas gemelas y su esposa, que no veía desde hacía dos años (cuando las niñas acababan de nacer). Aquel era su segundo intento de volver.

La policía lo capturó por una infracción de tránsito. Por ser indocumentado, lo enviaron a un centro de detención. Unos meses después de su deportación a Honduras, reinició el viaje a EE.UU. Ese intento acabó en Oaxaca, México, con oficiales del Instituto Nacional de Migración (INM) bajando a los migrantes a puñetazos y empujones del tren. “Yo salté por mi cuenta, pero no pude correr rápido por las botas, y me agarraron”, dijo con una mueca de reproche, apuntando a las botas con la quijada.

Pasó varios meses detenido en México, cuando lo deportaron a Honduras. Llegó a Guatemala por aventón. Sin un centavo. “Yo lo único que quiero es volver a ver a mis hijas”, decía, intentando ocultar la mirada vidriosa. “¿Será que aquí me regalan unos tenis? ¿Tamaño siete y medio?” Estaba convencido que unos zapatos deportivos lo ayudarían a volver a Nueva York, pero en el albergue sólo regalaban ropa.

Necesitaba que le enviaran dinero desde Nueva York. Le ofrecí llamar a su familia, y me dio los números de su casa y de un amigo. Pero cuando supo que la Casa del Migrante le permitía una llamada, prefirió hablar con su esposa, y me pidió que llamara a su amigo. Unas horas más tarde, su amigo me diría que no tenía dinero para prestarle, que J. debía arreglárselas solo, y colgó.

Al día siguiente, le compré un par de zapatos deportivos. Nada de lujo, una gota en el océano en términos de ayuda, pero—pensé—quizá mejor que nada. Cuando regresé al albergue, J. había salido a buscar trabajo temporal (una condición para hospedarse en la Casa del Migrante). Dejé los tenis con un voluntario. Un día después, el voluntario me dijo que J. ya se había marchado temprano hacia México—con los tenis puestos. “¡Se puso muy contento cuando se los dimos! Se los probó ahí mismo”, dijo el voluntario. “Le quedaron perfectos”.

J. era y es uno de los tantos migrantes deportados desde EE.UU. que intentan regresar por reunificación familiar, pese a que autoridades mexicanas corruptas y el crimen organizado victimizan a muchos.

Si J. caminó en esos tenis hacia su familia, nunca lo supe. Hasta el día de hoy no me atrevo a llamar su número en Nueva York, aunque sigo queriendo (con todas mis fuerzas) que logró llegar. La alternativa es insoportable de contemplar, aunque es la realidad irresuelta de las vidas inconclusas de miles de migrantes más—en su país de origen, tránsito o destino.

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