Pesadilla de los ‘dreamers’ que no cobija el plan

La 'soñadora'  Gil Díaz manifiesta que   quisiera tener una máquina del tiempo "para cambiar lo que hice y no haber regresado a México".

La 'soñadora' Gil Díaz manifiesta que quisiera tener una máquina del tiempo "para cambiar lo que hice y no haber regresado a México". Crédito: ap

NOGALES, México — Adriana Gil Díaz sintió que había cometido el error más grande de su vida al regresar a México cuando escuchó al presidente estadounidense Barak Obama anunciar un plan que protegería a jóvenes como ella de la deportación.

Luego de residir prácticamente toda su vida en Estados Unidos, adonde fue llevada por sus padres cuando era pequeña, Gil regresó a México hace un año y medio en la esperanza de poder cursar estudios universitarios y no ha sido cobijada por el programa de suspensión de deportaciones pensado para jóvenes como ella.

“Fue muy triste, deprimente, sentir que estaba tan lejos y que perdí la oportunidad de poder participar en ese proceso”, dijo Gil de 22 años, quien tampoco tiene forma de ingresar legalmente a Estados Unidos y quedará al margen de una reforma a las leyes de inmigración que busca regularizar el estatus de millones de personas que viven sin autorización en el país del norte.

Mientras muchos dreamers celebran la perspectiva que se les abre de poder permanecer en el país gracias al programa de Obama y legalizar incluso su situación a través de la reforma migratoria que discute el Congreso estadounidense, Gil y los demás jóvenes que se encuentran en su situación viven una pesadilla.

El drama es doblemente cruel si se tiene en cuenta que los dreamers que fueron deportados tal vez puedan regresar legalmente al país. El proyecto aprobado en el Senado contempla un perdón especial para ellos al que no tendrían acceso quienes no fueron deportados, según explicó Kamal Essaheb, un abogado de inmigración del Centro Nacional de Leyes de Migración (NILC).

“No creo que el “Grupo de los Ocho” (los senadores que elaboraron el proyecto del Senado) pensó en una situación así cuando redactaron el proyecto de ley”, dijo Essaheb.

Gil no puede ser acogida por el programa de suspensión de deportaciones porque uno de los requisitos es que la persona haya vivido en el país de forma continua.

Gil no es la única que se arrepiente de haber regresado a México.

Luis León, de 20 años, volvió sin hablar español y después de haber vivido casi toda su vida en Estados Unidos. León tenía la misma esperanza de poder completar sus estudios universitarios. Aunque fue difícil lograrlo pudo inscribirse en la Universidad de Veracruz. Pero no se adaptó y siente que se equivocó al haberse ido.

“Me da miedo que me voy a quedar fuera”, dijo León, sobre sus posibilidades de regresar legalmente a Estados Unidos. “Van a aceptar a todos los que siguen dentro del país y a todos nosotros que nos salimos, que no cometimos ningún crimen, que nos llevaron de chiquitos y nos salimos a buscar un mejor futuro, no. Yo siento que no se vale”.

“Tiene que haber una forma de resolver casos como estos”, declaró Mohammad Abdollahi, un iraquí que está en Estados Unidos sin papeles y quien es dirigente del movimiento de dreamers Alianza Nacional de Jóvenes Inmigrantes.

Los defensores de la causa de los dreamers opinan que los congresistas deben incluir a jóvenes como Gil y León en la reforma a las leyes de inmigración, dándoles una opción de un perdón más flexible.

No hay cifras sobre cuántos jóvenes volvieron a México ni cuántos dreamers fueron deportados por Estados Unidos.

Pero Abdollahi asegura que Gil y León no están solos.

Abdollahi, fundador del sitio en la red DreamActivist.org, conoce decenas de casos de jóvenes que regresaron a México sin ser deportados y con la esperanza de acceder a estudios universitarios.

“Una mayoría de los que yo conozco se autodeportaron porque querían estudiar y se encontraron con muchos obstáculos para hacerlo en México”, explicó Abdollahi.

Eso es exactamente lo que le pasó a Gil.

Gil llegó a Estados Unidos en brazos de su madre cuando tenía cuatro meses de vida y residió en Phoenix, Arizona hasta los 20 años.

En febrero de 2012, Gil y su madre María Antonia regresaron a la Ciudad de México con la esperanza de que la joven pudiera estudiar en la universidad utilizando una beca que le dieron de $2,000. En México podía usar el dinero para comprar libros, pagar su inscripción en el semestre y solventar los costos básicos de transporte y alimentación. Gil quería estudiar diseño gráfico.

Ese dinero no iba a rendir lo mismo en Estados Unidos porque una ley estatal prohíbe las becas públicas para estudiantes en situación irregular y triplica los costos de su matrícula escolar como si fuesen residentes de otro estado

“Mi ilusión era que ella pudiera terminar una carrera universitaria, porque yo no tuve estudios, solamente la primaria”, dijo su madre María Antonia.

Pero las cosas no fueron como esperaba cuando llegaron a la capital de México. En ese momento se dio cuenta que necesitaba obtener una copia traducida y certificada por un escribano público de su escolaridad en Estados Unidos.

Gil y su madre enviaron los $17 para hacer el trámite dos veces y no pudieron lograrlo.

“Es bien difícil, porque yo tenía que enviar todo mi papeleo desde México a Phoenix”, recordó Gil. “Enviamos el dinero y se perdió, después fuimos al banco a sacar otro giro postal y nos cobraban $50 para darnos un giro postal de $17”.

A los pocos meses, el dinero que María Antonia había ahorrado para el viaje se les acabó y no había podido conseguir un empleo. Por pequeña que pareciera la suma, no podían pagar el costo del trámite y Gil perdió la beca. La muchacha y su madre decidieron entonces mudarse más cerca de la frontera de Arizona.

“Escuchamos que si vivíamos por un año en Nogales, Sonora nos podían dar una visa para ir a Arizona”, dijo la madre.

En Nogales tenían problemas para pagar la renta y el Albergue para Migrantes Juan Bosco las acogió como voluntarias. Gil nunca antes había trabajado tan duro en su vida. Ambas estaban a cargo de la limpieza diaria del albergue, los desayunos a las siete de la mañana y la preparación de la cena para entre 60 y 70 personas. En su mayoría se trata de migrantes deportados de Estados Unidos, mayormente personas que como ellas tenían toda una vida hecha en el país del norte.

Gil y su madre compartían el cuarto del albergue y el único baño disponible para las mujeres migrantes buscando refugio por una noche antes de regresar a su país tras un intento fallido de cruzar la frontera o volver a arriesgarse.

Por las noches, Gil se deprime pensando en la vida que dejó en Estados Unidos, en su mejor amiga, sus salidas al cine, hablar en inglés, vivir en la única ciudad que conoció toda su vida. En esas noches se le cruza la idea de atravesar la frontera.

“A veces siento que no tengo nada que perder, de aquí ya todo puede ser para arriba”, dijo Gil, una joven de cabello azabache, con una mirada inquisitiva enmarcada por lentes negros. Su español es tan articulado como su inglés, pero lo usa para hablar de cosas que antes eran muy lejanas.

“Da miedo al escuchar las estafas que sufren los migrantes por cruzar, llegan aquí con los pies todos rotos”, expresó Gil.

Pese a todas las penurias, la muchacha no se arrepiente de lo que hizo.

“Dicen que hay que tomar riesgos en algunos puntos de la vida. Es un riesgo que vale más la pena que estar con un futuro incierto”, reflexiona.

Gil y su madre pronto se dieron cuenta de que no estaban preparadas para salir adelante en México.

Conseguir trabajo resultó un desafío. La madre, quien tiene 60 años, fue rechazada en varios empleos por su edad y a Gil le decían que era demasiado joven y no tenía experiencia laboral.

Gil se ha sentido incómoda, en algunos sitios llegaron a preguntarle si estaba embarazada y en otros le pedían un domicilio fijo, que no tenía porque vivía en el refugio de migrantes.

“Me sigo sintiendo como extranjera. Aunque nací aquí todo es difícil y más complicado”, dijo Gil. “Allá, sin papeles, hacíamos más cosas que aquí donde somos ciudadanas”.

Eso no quiere decir que la vida fue perfecta criándose como inmigrante sin papeles e hija de una madre soltera en Estados Unidos. María Antonia trabajó nueve años en una empacadora de tomates para poder mantener a su hija. Todos los días salía a las tres de la mañana y dejaba a su hija sola en la casa, para regresar a buscarla más tarde y llevarla a la escuela.

Cuando Gil tenía 10 años llegó a ser finalista en un concurso de ortografía, pero si ganaba tendría que viajar a otros estados para participar en otras competencias de mayor nivel.

“Hablé con ella y le dije que no podía ganar, le dije: ‘Hija pierde’, y a propósito perdió”, recordó la madre.

En ese momento Gil se dio cuenta finalmente que no tenía una visa ni un pasaporte, que no estaba autorizada a vivir en Estados Unidos.

Sin embargo, Gil sobresalió en los estudios y completó la secundaria con las notas más altas entre los 200 estudiantes de su camada.

“Me fui (de Estados Unidos) pensando que aquí iba a tener una oportunidad de llegar más lejos, eso es lo que te enseñan los maestros allá, que siempre trabajes duro para conseguir lo que quieres”, dijo Gil.

Otro asunto a resolver sería qué sucede con la madre de Gil, que no puede acogerse al programa para los dreamers.

“Me conformo que tu califiques (seas acogida)”, dijo la madre.

A mediados de junio Gil y su madre emprendieron un viaje hacía Rosarito, una ciudad cerca de Tijuana, con la esperanza de probar suerte allí.

A Gil le duele pensar en separarse de su madre, pero sabe que tarde o temprano será inevitable.

“A veces quisiera tener una máquina del tiempo para cambiar lo que hice y no haber regresado a México”, se lamentó.

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