Niños triquis transforman escuela en Oaxaca
Al llegar eran rechazados, pero hoy todos los demás estudiantes expresan que quieren ser como ellos
SANTA MARÍA DEL TULE, México. Melquiades Morales sabe que es admirado, como miembro del equipo que en octubre se coronó como campeón mundial de mini básquet en Argentina. Corre descalzo con el rostro adusto mientras una porra de su clase lo mira rebotar el balón.
Brinca en vertical una distancia equivalente a una tercera parte de sus 1.40 metros de estatura (4.5 pies). Encesta.
A lo lejos, el grupo colegiales que observa el entrenamiento rompe en aplausos. Da brinquitos nerviosos, lanza vítores y sonrisas desde los bancos de cemento que circundan la cancha.
“Yo también voy a ser basquetbolista para que me saquen fotos como a los ‘triquis’”, dice uno de los chicos en la primaria Vicente Guerrero, la escuela adonde se mudaron los deportistas indígenas, ubicada a 30 kilómetros al sur de Oaxaca, justo al lado del árbol del Tule, afamado por tener el tronco más grueso del mundo.
Autoridades, entrenadores y padres acordaron cambiar desde la Sierra a este lugar al equipo estrella de la Academia Nacional de Baloncesto Indígena porque es una de las escuelas públicas del estado de Oaxaca mejor posicionadas en la evaluación nacional oficial y tiene espacio para los entrenamientos.
A su llegada a la institución, en septiembre de este año, los niños tuvieron una recepción tan hostil como la que se le da a cualquier miembro de una etnia en el México que aún se resiste a aceptar como sus pares a los no mestizos, al otro, a los que no hablan español.
El profesor Severo Vázquez ha visto este rechazo una y otra vez en sus 33 años como académico. Por ello dedicó los primeros días del curso a empujar a los dos pequeños basquetbolistas que llegaron a su grupo, el 5 “C”, para perfeccionar el idioma oficial, las matemáticas y sus metas de vida.
Otros maestros hicieron lo mismo en sus respectivas aulas. Enseñaron a los chamacos a manipular el micrófono para que perdieran la pena, a leer cuentos y construir casas de cartón como una proyección de que, como buenos jugadores, pueden hacer varias cosas a la vez en esta vida.
Poco a poco, “los triquis”, como se conocen en la escuela, se integraron con timidez en sus salones. En medio del aprendizaje del área y perímetro de las figuras geométricas, de la importancia del uso del condón y la redacción de leyendas (en las que son muy buenos) los sorprendió la fama.
Tenían un mes en El Tule cuando ganaron el título mundial en Córdoba, Argentina, aunque ya acumulaban una larga trayectoria de competencias nacionales e internacionales.
Las loas del gobernador oaxaqueño, las lisonjas del presidente Enrique Peña Nieto y las adulaciones de la prensa llegaron por montones. Pero ninguna levantó tanto el ego de los pequeños como el cambio de actitud de los compañeros de clase.
Los colegas, otrora distantes, comenzaron a llamarlos “amigos” y a pedirles consejos sobre deporte, los estudios y hasta de chicas. “Ahora se pelean entre ellos para que los basquetbolistas sean parte de su equipo de trabajo”, asegura el profesor Vázquez. “Creo que ahora todos estamos ganando”.
Por un lado, la escuela Vicente Guerrero tiene hoy nuevos héroes que seguir más allá de la televisión. Chicos de carne y hueso que se sobrepusieron a la pobreza y la violencia de sus comunidades de origen, donde la muerte es pan de todos los días.
Al padre de Melquiades, el chico de 10 años a quien hoy aplauden en la cancha, por ejemplo, lo asesinaron hace tiempo por razones desconocidas y demasiado complejas para el corazón de un niño que poco sabe de rencores, disputas de tierra y crimen.
“Les cuesta dejar atrás parte de su vida, pero poco a poco se dan cuenta que salir al mundo también los hace más libres”, dice Bernardino de Jesús, uno de los jóvenes entrenadores que rondan los 20 años (también de origen triqui) que se mudaron con los chicos basquetbolistas desde la zona triqui y ahora da instrucciones en la cancha.
Tan libres como jugar sin zapatillas deportivas, como aprendieron en casa, con la opción de tenerlas por si les da el antojo de calzarse.
Así lo hace Melquiades, después de dos horas de entrenamiento, asestar muchos puntos en la canasta y sentirse triunfador, corre al banquillo y se ajusta con fuerza las agujetas de sus tenis a los que poco a poco se empieza a acostumbrar.
“También quiero ser ingeniero civil”, remata.