El día del periodista

¡Que mejor saludo que el de la funeraria para recordarnos nuestra mortalidad!

Es su oficio, así como el de los periodistas de todas las latitudes es gastarnos la plata que consiguen ustedes.

Es su oficio, así como el de los periodistas de todas las latitudes es gastarnos la plata que consiguen ustedes. Crédito: Shutterstock

Papeles

Señor Gerente: No dejó de causarme terror-pánico el hecho de que el día del periodista (9 de febrero en Colombia) me felicite el gerente de una empresa funeraria. No sabe uno si lo están felicitando de corazón, o de corazón le están ofreciendo sus servicios, todo incluido (!).

Le confieso que me pone la piel de gallina el eslogan: “Servicio total en un solo lugar”. O sea, yo pongo el fiambre (el muerto) y ustedes se encargan del resto. ¿Redondo negocio, no, señor gerente?

“Con dignidad y respeto”, es otro gancho de ustedes destinado, sospecho, a captar más clientes horizontales. Me gustan esas palabrejas (dignidad y respeto).

Bueno, gústenme o no, ustedes están en lo suyo, y los vivos estamos en lo nuestro: demorar hasta nueva orden que sus funcionarios me pongan las manos encima y me reduzcan a la mínima expresión por la vía de la cremación, entendida ésta como un infierno o un purgatorio en miniatura.

No sé si usted comparte lo que dicen por ahí en el sentido de que lo malo no es la muerte, sino la “morida”. Se lo comento porque decenas de muertes han debido pasar por sus manos. Bueno, es una forma de decirlo, porque los gerentes solo se interesan en el vil metal. Es su oficio, así como el de los periodistas de todas las latitudes es gastarnos la plata que consiguen ustedes. ¿Será por eso que no nos llevamos bien del todo?

Gerente, no deje de enviarme de vez en cuando mensajes como el que provocan estas líneas. Me ponen a constatar si estoy al día en mi póliza funeraria. Antes me moría por cómodas cuotas mensuales, a través de la empresa de energía local que me cobraba el servicio de luz y por ahí derecho se pagaba el costo de mis exequias, y las de mi mujer.

Cualquier día, dicha empresa dejó de descontarme. Menos mal no me morí porque en casa habrían tenido que empeñar hasta la licuadora para enviarme al más allá. Me quejé ante las autoridades que miran con lupa este género de servicios. Todavía espero respuesta.

Como no es barato morir, cambié de agencia. La que contraté me garantiza que muero y en cuestión de segundos los de la funeraria me ponen la mano encima y vámonos con el ex Domínguez pa’l hueco. Confío en esta compañía. La recomiendo así no me haya muerto aún para verificar si es verdad tanta belleza prometida.

Espero la parca (“y el día esté lejano”) con cierta ilusión porque será la única vez que monte en limusina, ese rascacielos acostado inventado para movilizar el ego del bobo sapiens.

Por agüero nada más, no porque tenga ganas de tirar la toalla, cuando me llegan mensajes como el suyo, suelo llamar a la compañía de seguros a ver si todo está en orden. Al fin y al cabo para morir solo necesitamos estar vivos. De pronto, a manera de preparación para el último paso, amanezco “aceptablemente póstumo” (=Gesualdo Bufalino).

Con la llamada que hago me cercioro de que no vayan a enterrar a otro en mi lugar, amparado en mi póliza. Caso en el cual no sé quién pagaría los costos de ese postrer ceremonial que a todos nos espera.

Mientras llega la hora de la verdad, procuraré seguir viviendo de tal forma que mi muerte la lamente hasta el empresario de pompas fúnebres, como quería Mark Twain.

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