En busca de una anécdota perdida sobre García Márquez
Como todo ser humano, vino a ser una persona agridulce a veces, jocoso en otras, pero siempre, por encima de todo se destacó como un amante sin reproches de la sencillez y de la imaginación literaria
Hay grandes muertos como grandes vivos; vivos que a veces quisiéramos que desaparecieran y muertos que —todo lo contrario— nunca admitimos que se vayan. Este es el caso de Gabriel García Márquez, alias Gabo, un ser sencillo, pero al mismo tiempo profundamente literario.
Se le conoció como un periodista de excelencia que dominaba las técnicas del reportaje, el testimonio, la entrevista, y lo hacía a tal extremo que él mismo llegó a declarar alguna vez que el periodismo se le había convertido en su carpintería literaria; fue un buen guionista de cine, sus películas marcan una extraordinaria incursión de su sentido literario dentro de la filmografía latinoamericana; fue asimismo un parrandero imaginario, amante de la buena comida y del mejor vino y un observador insistente de la fogosidad femenina en el contexto colombiano, cubano y mexicano; fue en sus despropósitos un político fallido que se dejó arrastrar por la fascinación del poder, principalmente de su amigo Fidel Castro.
En fin, supongo que, como todo ser humano, vino a ser una persona agridulce a veces, jocoso en otras, pero siempre, por encima de todo se destacó como un amante sin reproches de la sencillez y de la imaginación literaria.
Si en lo personal algo hermoso recuerdo de García Márquez, fue la vez que lo llevé a la empresa de grabaciones EGREM, cuando yo trabajaba en el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, en Cuba, y él había ido a La Habana en relación con el Premio Literario de esa institución cultural.
Ese día lo fui a recoger al hotel y en el auto me trató con cordialidad, y siempre hablaba de algo que concernía a los cubanos, me decía también que nosotros, los isleños, éramos caribeños a más no poder, y que de alguna manera andábamos por allá también, por esos predios casi míticos de Aracataca.
Al llegar a la empresa de grabaciones le llevé directamente a la sala de grabación, le di unas brevísimas explicaciones de cómo tenía que hacer para grabar algunos fragmentos de uno de sus libros; me escuchó con atención. Y de esa manera me fui tranquilo para la cabina donde se encontraba el técnico.
Llevábamos alrededor de una hora en la que él leía, tomaba agua y leía, y de pronto el técnico saltó y me dijo algo así como: “¡Oh, Dios mío, está máquina se atoró y no ha grabado nada!”.
Y yo, por supuesto, me puse tan frío como el hielo que conoció Aureliano Buendía.
No me quedó otra alternativa que interrumpir al escritor desde la cabina y me le acerqué como si me fuera a colocar frente al mismo pelotón que iba a fusilar al legendario coronel Buendía.
Enotonces, García Márquez sacó su cabeza de entre los papeles y me dijo con una sencillez lapidaria: “Ya sé lo que pasó, ni me digas, que la máquina no grabó y que todo lo que he leído ha sido como una preparación para la lectura que volveré a repetir”.
Y yo, totalmente, frustrado, al tiempo de asombrado, le pregunté:
“Pero ¿cómo usted lo supo?”. “Pues nada, amigo”, me dijo con una sonrisa amuecada: “Yo conozco a los cubanos y con ustedes casi siempre pasan estas cosas”… Acto seguido, tomó agua, y me sugirió: “Dile al técnico que ahora sí no falle, eh”, y se dispuso —como un escolar aplicado— a leer nuevamente lo que iba a salir grabado para uno de los discos del Archivo de la Palabra, de la Casa de las Américas.