El fracaso de viajar en tren

Una travesía llena de inconvenientes y sin ninguna disculpa

La cresta de la lengua

El desplome de un depósito de semillas un par de semanas atrás, el 15 de junio, sobre las vías del tren que hacía el recorrido de Chicago a California dio lugar a una serie de circunstancias grotescas que no me puedo resistir a comentar.

No es común tomar el tren en este país, y menos por gusto. Por una vez decidí que la velocidad y el ahorro de tiempo podrían dejarse de lado para disfrutar del paisaje de Colorado. Tras hacer noche en Denver, me dirigí a la estación de ferrocarril a las siete de la mañana para tomar el tren de las ocho a casa. Prometía ser un bello día sobre rieles. El vagón restaurante y la cafetería contribuirían a hacer más placentero el viaje. Después de sobrevivir a un taxista muy simpático de esos que nunca llevan cambio para así garantizarse una propina obligatoria, me dirigí a la ventanilla de la estación en la que me dieron la mala noticia del bloqueo de las vías a la altura de Nebraska. El retraso del convoy era un hecho. Por ser el Día del Padre intenté llegar a tiempo y, por indicación de la empleada de la estación, me fui a la estación de autobuses donde me dijeron que el único viaje del día estaba completo.

Desestimé la posibilidad de rentar un carro por el cansancio acumulado de una travesía transcontinental de infinitas horas sin sueño. Solo faltaba ser un peligro en la carretera. De vuelta a la estación de ferrocarril, seguía colgado el letrero del retraso: de las ocho a la una de la tarde. Sin tiempo para lamentos pues la desgracia ajena empequeñecía la propia fui a facturar el equipaje y me apresté a esperar.

Los niños pequeños desparramados por los suelos, los renqueantes necesitados de tubos de oxígeno, o la gente mayor de escasa movilidad parecían no impresionar a los empleados del ferrocarril que se limitaban a cambiar cada dos horas la hora de salida, así hasta completar las atormentantes quince horas finales de retraso. Me sorprendió no escuchar una sola queja. Nadie pidió una hoja de reclamaciones. Solo más tarde, ya en el vagón, un único intento de sublevación fue acallado con un “llame a un número ochocientos y deje un mensaje”.

Las quince horas de espera obligaron a un gasto extra en comidas, bebidas y agotamiento físico que cada uno pagaba como podía, y siempre frente a unos empleados que contemplaban la situación como si de una película de la que no formaban parte se tratase.

Nunca se oyó un “lo sentimos”. Ningún gesto hubo de apoyo o compasión.

Las catástrofes son impredecibles. Frente a ellas solo caben reacciones proporcionales. En los lugares civilizados del mundo en que se usa el tren no se consienten estas situaciones. La comunidad reacciona instantáneamente proveyendo un transporte alternativo, se proporciona ayuda a los más débiles: niños y ancianos, se distribuye agua y comida por cuenta de la empresa, y hasta apoyo sicológico se pone a disposición de los viajeros. En nuestro caso un desastre lleva a otro desastre, propiciado esta vez por la injustificable falta de previsión, nula capacidad de reacción y la percepción de que la compañía ferroviaria responsable no considera público el servicio que proporciona. Lo ocurrido no es propio de un país avanzado y plantea serias dudas sobre un tren futuro “a alta velocidad” para nuestro transporte público.

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