La cocaína alcanza hasta el último pueblo de Guerrero

La madre de un adicto describe el calvario que viven muchas en México

Acusan a los motociclistas  de ser los repartidores de droga al menudeo.

Acusan a los motociclistas de ser los repartidores de droga al menudeo. Crédito: Gardenia Mendoza

CHILAPA, México — Una vez que dejó atrás el retén de soldados instalados en la entrada de este poblado, Ernestina habla en voz alta, como si sus pensamientos la traicionaran en medio de la vagoneta de transporte público que la trae desde Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero, donde internó a su hijo por consumo de cocaína.

– Ojalá sirvieran para algo- dice con un dejo de indignación al regresar a casa.

La mujer lleva meses en un vaivén de 55 kilómetros de carretera que la separan de su muchacho que recién cumplió 15 años y ya pasó por la peores etapas de un drogadicto: mintió, robó dinero a la familia, amenazó con un cuchillo a su padre e intentó suicidarse.

“Era un niño tranquilo hasta que sus compañeros de la escuela le ofrecieron la droga dentro del salón: iba en primero de secundaria, recién había cumplido los doce”.

Manuelito, como lo llama, es un muchacho indígena, como la tercera parte de la población de este municipio de 100,000 habitantes ubicado en el corazón del estado de Guerrero que está en disputa por bandas del crimen organizado.

Chilapa es uno de los municipios más pobres del país, paso estratégico en el tráfico de droga hacia Estados Unidos, blanco de extorsiones y secuestros, y tercer consumidor estatal de estupefacientes, desde marihuana, cocaína, crack e inhalantes, según la última Encuesta Nacional de Adicciones y observaciones de grupos de activistas locales.

“Es una verdadera desgracia”, resume Manuel Olivares, director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, ubicado en la región.

“Se ha roto el tejido social totalmente: los muchachos perdieron el respeto a los adultos, a los usos y costumbres, ¡imagínese en una comunidad indígena que se rige por asambleas y acuerdos donde los jóvenes ya no cumplen con los cargos que les encomiendan por andar drogrados!”.

Ernestina sabe de esto. El día que su hijo Manuel intentó quitarse la vida fue cuando su padre le reclamó porque no acudió a “chaponear” (quitar la hierba) del ejido de donde es oriundo, en la comunidad de Zitlala. “Parecía un endemoniado gritando como loco desquisiado”.

No era el primer caso de intento de suicidio entre los chilapenses: desde 2011 a la fecha, la Secretaría de Desarrollo Social del municipio ha contabilizado 58 casos, 50 intentos y ocho consumados. Todos relacionados a violencia familiar y drogadicción.

El pasado 29 de octubre, las autoridades federales que buscan a 43 estudiantes de la normal rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, reportaron en Zitlala 13 cadáveres que se sumaron al centenar localizado en fosas clandestinas en los últimos días como producto de la lucha

Entre Los Rojos y Guerreros Unidos (dos celúlas de los Beltrán Leyva) y la Familia Michoacana.

Tres meses atrás, una secuencia de balaceras dejó aquí, en dos días, 18 muertos. En entrevista con este diario, el presidente municipal, Francisco García, se asume al margen de esta violencia: “Se dice que hay nexos pero yo contesto que estoy abierto a que me investiguen, que me comprueben”. Ernestina, la madre de Manuel también: “Lo único que quiero es que mi hijo se rehabilite y nunca vuelva a este lugar, donde ni siquiera hay una clínica para drogadictos, me lo querían meter con los alcohólicos anónimos, antes, aquí sólo había borrachos”.

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