La resaca después de las elecciones en Guatemala

El próximo presidente deber estar bajo la lupa y sólo sus acciones habrán de hablar por él o ella.

Los resultados de las elecciones generales en Guatemala están firmes. Ya pasó la algarabía. Y mientras se asienta la polvareda de la estampida política por llegar a la presidencia, el Congreso de la República, y las alcadías, los guatemaltecos (y el resto del mundo) vemos atónitos el estrepitoso y veloz camino que recorrieron el ex presidente Otto Pérez Molina y la ex vicepresidenta Roxana Baldetti desde sus puestos en el Ejecutivo hasta la cárcel, acusados de actos de corrupción. Pero, ¿y ahora qué?

De cara a la política regional, valdría resaltar que ojalá el gobierno de los Estados Unidos ahora se de cuenta que la palabra de algunos gobernantes es de peltre. ¿Se acordará el presidente estadounidense Barack Obama cuando Pérez Molina y sus homólogos de El Salvador (Salvador Sánchez) y de Honduras (Juan Hernández) llegaron a pasar el sombrero en Washington pidiendo ayuda para resolver la crisis migratoria en sus países? ¡Peor aún! ¿Se acordará el vicepresidente estadounidense Joe Biden cuando en 2014 los presidentes centroamericanos le prometieron que emprenderían esfuerzos para reducir las razones por las cuales guatemaltecos, hondureños y salvadoreños emigran hacia EE.UU.? ¿Quién puede olvidar una fotografía que retrata a un Pérez Molina y Hernández abrazados y sonrientes, observando a Biden firmar un acuerdo de cooperación millonaria con la región?

Se trataba del acuerdo “Alianza para la Prosperidad”, propuesto por los mandatarios centroamericanos con el padrinazgo (un préstamo) del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y que—de persuadir Obama y Biden al Congreso—también funcionaría con un millardo de dólares de fondos estadounidenses para el desarrollo económico de la región, la generación de empleo, el fortalecimiento de la seguridad pública, y la mejora de la situación socioeconómica como causas de la migración.

¿Quién se anima a adivinar cuán anuentes están ahora los legisladores estadounidenses a aprobar ayuda a países que alcanzaron titulares internacionales por escándalos de corrupción? Seguramente ni Guatemala, ni Honduras (donde un enorme desfalco al seguro social llevó a masivas protestas contra Hernández) pasan la prueba.

La Alianza para la Prosperidad se diseñó, en teoría y entre varias razones, para estimular la economía en el triángulo norte de Centroamérica, pero bajo una premisa equivocada (por parte de EE.UU.): que en el istmo hay trickle down effect (que se filtran las ganancias de las capas altas de la élite empresarial hasta las bajas de los empleados). No es cierto. La prueba más contundente es el tratado DR-CAFTA, con el cual se pretendía estimular la economía de la región para mermar la migración por motivos económicos. Si el contexto socioeconómico y político no varían, estamos destinados a ver la misma película y a esperar en vano un final distinto. Es algo demencial.

Pero además, los casos de corrupción son otro golpe a la confianza en que los gobiernos centroamericanos tomarían medidas para darles razones a los migrantes centroamericanos para quedarse en sus países.

¿Con qué fondos van a lograrlo si, como en el caso de Guatemala, una red criminal (cuyo liderazgo se le atribuye a Pérez Molina y Baldetti) sólo permitía que ingresara al Estado el 40% de fondos vía impuestos por grandes exportaciones e importaciones? Si una importante parte del ingreso de las divisas al país descansa en su comercio internacional, seguida de cerca por el ingreso de remesas familiares que los migrantes envían desde EE.UU., ¿cuánta presión coloca este tipo de desfalcos en los migrantes que envían remesas? ¿Cuánto estimula esto la migración en lugar de mermarla?

Está claro que a menos capacidad del Estado para atender las necesidades básicas de la población, quienes tienen opción de migrar van a migrar. Este ejemplo cabe en el caso de El Salvador, donde este año se disparó la tasa de homicidios—uno de los principales motivos de los salvadoreños para migrar, especialmente de las familias con menores de edad al acecho de las pandillas juveniles.

Para Guatemala, 2015 ha sido un año muy atípico (aunque todavía no termina): en los cinco meses que antecedieron las elecciones, rodaron las cabezas del mandatario y la vicemandataria, y los guatemaltecos acudieron a las urnas a elegir un nuevo presidente—un proceso que requiere una segunda vuelta el 25 de octubre próximo entre la ex primera dama Sandra Torres y el ex comediante Jimmy Morales. En condiciones normales esto parecería un chiste, pero es en serio. Requiere que quien quede electo compruebe su honestidad y promesas de servicio público con acciones, y no con palabras que se lleva el viento.

Torres y Morales dicen que son honestos. Que no roban. Que no son corruptos. Lo mismo decían Pérez Molina y Baldetti. También clamaba honradez el ex presidente guatemalteco Alfonso Portillo, ex convicto y confeso lavador de dinero con fondos públicos del Estado de Guatemala (que se reinventó como candidato a diputado después que EE.UU. lo extraditó, pero cuyos antecedentes le hicieron un candidato no idóneo).

Ahora, el próximo presidente deberá estar bajo la lupa,´y sólo sus acciones habrán de hablar por él o ella ante quienes asuma compromisos. El papel aguanta con todo, y tener acciones consecuentes con las palabras es un bien escaso entre presidentes electos—nada más claro en el ocaso del actual gobierno en Guatemala.

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