“Algunos creían que era mejor no seguir viviendo a estar incomunicado”

Estuvo al borde de la muerte, despertó ciego y sordo con un diagnóstico irreversible, pero con un objetivo: volver a ver y escuchar a sus hijos como nunca antes lo había hecho

l peor de los silencios, la oscuridad más espesa. ¿Estaría soñando? Sin éxito, Guido forzó todo lo que pudo sus sentidos; a su alrededor, ni una sombra, ni un sonido. Tal vez fuera una pesadilla, aunque se sentía demasiado alerta en el medio de esa nada. “¡Hola! ¡Alguien, por favor!”, gritó con la garganta ahogada. No escuchaba ni su propia voz y sospechó lo peor. Seguro estaba secuestrado, encerrado en algún sótano perdido. Volvió a gritar y sus alaridos salieron otra vez mudos; lo más probable es que no sólo estuviera privado de su libertad, sino también sometido a una tortura psicológica extrema, con drogas potentes.

Guido no se rindió ante la posibilidad de que alguien lo oyera y así, entre la vigilia y el sueño, insistió con sus llamados desesperados por una semana más. Finalmente, volvería a escuchar y ser escuchado, aunque no de la manera que él imaginaba.

Veintiún días antes

Guido Fernández Cornide, un joven y exitoso productor audiovisual, no quiso ni pensar en parar por un simple dolor de oído. Tenía un sinfín de problemas urgentes por resolver. Decidió ignorarlo y seguir su rutina con movimientos mecánicos, tal como hacia cuando llegaba a casa. Su hija, Esmeralda, tenía 4 meses, pero él apenas si cumplía con el ritual de los mimos de padre para luego volver a la notebook y al celular. Con su hijo de 3, Benicio, había sido un padre muy presente pero, en algún momento, tras perder a su abuela tan querida y en medio de una insatisfacción laboral creciente, algo cambió; Guido se desconectó de sí mismo, se dejó llevar por la vorágine del sistema y del deber ser. Un deber ser desenfocado y en el cual había abandonado las necesidades propias del alma.

Al día siguiente, 25 de mayo, Guido tenía que trabajar en un exterior. El dolor de oído lo taladraba y, aunque su intención era volver a ignorarlo, ya le estaba resultando imposible; la dolencia, como lanzas punzantes, persistía y había ganado terreno hasta invadir su cabeza. Su pena se tornó insoportable y no tuvo más opción que parar en una guardia. Allí, en un mal diagnóstico, le declararon otitis, le dieron una medicación fulminante y lo dejaron dopado y listo para ir a su casa a descansar. Dormido en aquel anochecer patrio, su cuerpo convulsionó con violencia y Georgina, su mujer, no pudo volver a despertarlo.

Un nuevo amanecer

Despertó de un coma profundo 21 días después, tras sufrir múltiples infartos cerebrales y mucha presión intracraneal. Los médicos creyeron que no sobreviviría y que si lo lograba, las consecuencias podrían llegar a ser muy graves; incluso podría despertar loco.

Pero no despertó loco, despertó ciego y sordo. Y desde aquel instante y durante 7 días, Guido vivió sumergido en una pesadilla, convencido de que había sido secuestrado y que estaba bajo una terrible tortura psicológica. ¿Qué otra explicación podía existir? Bajo su perspectiva, esa oscuridad cerrada y ese silencio completo, correspondían al hecho de estar cautivo en algún lugar remoto.

Los gritos y pedidos de ayuda eran desesperantes y Georgina quería liberarlo de su pesar. Finalmente, junto a una amiga, encontró una solución: compró letritas de goma Eva y con paciencia y amor, le tomó la mano para que las recorriera. A lo largo de muchas horas y días, Guido comenzó a descifrar oraciones: “No estás secuestrado”, “tuviste una meningitis severa”, “estuviste en coma”, “ahora no podés escuchar ni oír”, “te amo”, “tus hijos te aman”.

Volver a existir

Primero no fue fácil asimilarlo, pero al poco tiempo recobró su fuerza anímica y le dio inicio a su segunda vida. “A través del sistema de las letras, logré una comunicación fantástica”, cuenta Guido, “Pero lo más impresionante es que reactivé sentidos que tenía dormidos. A través de la percepción y el tacto, comencé a vincularme desde un lado más genuino, más profundo que el que tenía antes de enfermar. Y sentí que había vuelto a aparecer, porque cuando me supe ciego y sordo, lo primero que creí es que había desaparecido del universo. No sólo volví a sentir que sí existía, sino que tuve la sensación de que existía más que antes. Me sentía mejor, como si hubiera ganado y no perdido. Y en el camino, me acompañaron amigos irremplazables, familia, compañeros de trabajo con grillas armadas para reemplazar a mi mujer que tenía que amamantar. Yo no podía bajar los brazos al ver todo lo que recibía. Y esa lista la encabezaba mi mujer. La llamo la leona. Impresionante todo lo que dejaba, todo el amor que me daba día a día. Detrás de ella, todo su pelotón de guerreros. No podía bajar los brazos ante tanto amor. No podía.”

Guido tenía un objetivo madre: volver ver la cara de sus hijos, volver a escucharlos reír. Pero las noticias eran desalentadoras; le dijeron que restablecer su visión iba a ser imposible y que, mediante un implante coclear, podría recuperar algo de su audición. Sin embargo, conectado como nunca con su espíritu, él no se entregó a los diagnósticos y se propuso avanzar de a pequeños pasos, sin agobiarse, a fin de conquistar su mayor objetivo. Por eso, y como sus músculos estaban atrofiados, lo primero que hizo fue aprender a caminar otra vez. Primero logró 5 pasos, al tiempo 10, hasta que un día fueron los suficientes como para volver a casa.

El amor todo lo cura

16 maderitas

Con ayuda de Georgina, Guido se propuso levantarse y vestirse cada mañana como si fuera a trabajar. Su mujer, decidida a ignorar los veredictos de los oftalmólogos, le había enseñado unos ejercicios de internet para entrenar los nervios oculares. Con ellos en mente, él se sentaba ´cada día a contraluz frente a la ventana que daba al río y trataba de visualizar el espacio físico familiar, en especial las maderitas de la persiana semi baja. Un día pudo distinguir sombras y creyó ver dos. Otro día fueron tres y más tarde cuatro. Hasta que una mañana, Guido pudo contabilizar dieciséis maderitas de aquella persiana baja. “Creo que son todas”, le dijo a su mujer. Ella las contó y le dijo que sí, que allí estaban. Fue un momento inolvidable.

Al poco tiempo visitaron a uno de los neurooftalmólogos más reconocidos para contarle las grandes novedades. “No vas a volver a ver. Son ilusiones generadas por la negación a la ceguera.”, le dijo, contundente. “¿Cuántos Guidos habrá que se aferraron al diagnóstico de un médico así? Guidos a los que les dijeron que no se puede. Guidos que entonces se rindieron y deprimieron pensando una cosa que quizás no es tan así. Por suerte no elegí creer eso. Estaba seguro de que volvería a ver y a escuchar a mis hijos”, reflexiona él hoy.

Y tal como lo había soñado, ese momento llegó. Fue después de muchos ejercicios, mucho esfuerzo, mucha introspección. Primero recuperó parcialmente la audición (porque como le había dicho el Padre Ignacio, “primero tenés que aprender a escuchar antes que a ver”), y luego parte de la vista. Jamás podrá olvidar aquellos días en los cuales comenzó a reconocer y redescubrir a sus hijos.

Mirar hacia adentro

“Debe ser difícil despertar ciego y sordo, me dicen. Pero mirando hacia atrás, lo difícil fue mirar hacia adentro. Yo venía mal espiritualmente, sin atender necesidades internas. El alma tira alarmas y cuando no las escuchás, pasa factura. Hoy todos los días me despierto con un objetivo que tiene que ver con lo real y que se puede seguir. Incluye ir derribando barreras respecto a mis posibilidades físicas pero, por sobre todo, respecto a mis discapacidades emocionales. Tuve que curar heridas del alma. Sanar heridas del pasado relacionadas con mis padres, mis afectos, cosas no resueltas. De la mano de eso, inevitablemente aparece la luz en todo sentido”, cuenta emocionado.

Hoy, con 41 años, Guido da charlas para motivar a las personas a no rendirse. Le brinda su apoyo al instituto Fátima para sordociegos y a la asociación APPSMA (Asociación de Padres de Personas con sordoceguera y Discapacidad Múltiple de la Argentina), entre otros organismos. Lucha por una ley para el reconocimiento de la sordoceguera como una entidad única, escribió un libro para compartir su experiencia y retomó a su pasión audiovisual. “La gente piensa que un sordociego está aislado y eso no es verdad. Tiene otros canales y no hay que limitarlos diciendo: no, ya no se puede. Eso te anula. En mi caso algunos creían que era mejor no seguir viviendo a estar incomunicado. Pero acá estoy, comunicándome más que nunca”, reflexiona Guido.

“Hoy disfruto de las pequeñas cosas como jamás lo hice; cosas que extrañaba cuando estaba en la oscuridad y silencio total, como poder buscar a mis hijos al colegio y brindar con mi mujer mirándola a los ojos. Era eso lo único que quería tener. Todo lo demás no existía. Lo material desaparece y te das cuenta de que lo único que vale la pena es eso: el amor. El amor aunque suene cursi, redundante, no me importa. Porque es la realidad.”

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