El joven migrante que se convirtió en espía para denunciar a los traficantes de personas
Usó una cámara secreta en sus lentes para documentar los crímenes
Era casi la medianoche cuando el joven Azeteng se arrastraba hacia el desierto y todo a su alrededor era oscuridad. A cien metros, un grupo de rebeldes tuareg y contrabandistas de personas, que trabajaban juntos transportando migrantes a través de este tramo implacable del Sahara, estaban reunidos alrededor de tres camiones, tocando tambores y bailando.
El joven estaba en algún lugar del norte de Mali, cerca de la frontera con Argelia. Detrás quedaba In-Khalil, una estación de paso sombría y brutal en la ruta migratoria de África Occidental a Europa.
Delante de él, la arena se extendía por kilómetros en todas direcciones. Lenta y dolorosamente, empujaba su cuerpo, tratando de mantenerse lo más bajo posible en el suelo.
Azeteng estaba huyendo. Unas horas antes, los contrabandistas que controlaban In-Khalil le habían quitado las gafas, solo para molestarlo, y se negaron a devolvérselas.
Tenía 25 años pero era bajo para su edad. De complexión delgada, su tímida manera de moverse por el mundo sugería que siempre trataba de no ser visto.
Si los contrabandistas se hubieran detenido para mirar de cerca sus lentes, podrían haber visto el marco extrañamente grueso, el puerto mini-USB debajo de una patilla, el agujero del tamaño de un alfiler en la bisagra, y seguramente lo habrían matado. Ya había visto suficiente para saberlo.
La ruta
Era mayo de 2017. Las rutas de los migrantes a través del norte de Mali estaban controladas por los rebeldes tuareg, que trabajaban con redes de tráfico y contrabando conectadas a los puntos de partida en África occidental.
El viaje de Azeteng comenzó en Ghana. Otros procedían de Guinea, Gambia, Senegal y Sierra Leona. En los últimos años, decenas de miles de hombres, mujeres y niños se abrieron camino hacia el Sahara, atraídos por la promesa lejana de una vida mejor en Europa.
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Un migrante ghanés que partió en 2016 me dijo que emprendió el camino de regreso después de ir al desierto. Sus amigos perseveraron, hacia Libia, dijo. “Solo uno tuvo éxito, llegó a Italia. Más tarde nos dijo que los demás estaban muertos”.
Quienes intentan cruzar el desierto viajan por las antiguas rutas comerciales transaharianas a través de Mali y Níger hasta Argelia y Libia, y luego hasta el mar. Las noticias se centran en el Mediterráneo, que se cobró la vida de más de 5.000 migrantes el año antes de que Azeteng partiera. Pero según las estimaciones de la ONU, el doble ha muerto en el desierto.
Unas pocas semanas después de que Azeteng saliera de In-Khalil, 44 ghaneses y nigerianos, incluidos niños pequeños, murieron de sed en Níger cuando los contrabandistas que los llevaban se quedaron sin combustible. Semanas más tarde, al menos 50 inmigrantes murieron cuando tres camiones fueron abandonados por razones desconocidas.
Esos ocuparon titulares. Muchos más morían en la arena sin hacer ruido.
Fuera de In-Khalil, Azeteng rezaba. Por ahora, al menos, los traficantes parecían demasiado ocupados con la fiesta como para notar al joven migrante que se arrastraba por la arena, ni prestaban mucha atención al extraño par de gafas que había estado usando. Cuando Azeteng pensó que estaba lo suficientemente lejos para estar a salvo, se levantó, se sacudió la arena de la ropa y caminó hacia el desierto.
Una historia grande
Azeteng era un chico extraño. De sus siete hermanos, él era el único de una madre diferente. Creció en un cuartel de policía rural en el norte de Ghana con su padre, su madrastra y tres hermanastras. Su madre vivía en el centro del país, y cuando el padre de Azeteng estaba ausente, lo que a menudo ocurría, se sentía como un extraño en su propia casa.
Se suponía que debía seguir los pasos de su padre en la policía, pero Azeteng soñaba con ser espía. Gastaba su dinero en las películas de James Bond y de la CIA. Los fines de semana, cuando su padre lo enviaba a cortar el pasto para el ganado de la familia en un jardín detrás de la estación de policía, Azeteng fingía que estaba en una misión y se dirigía de puntillas a la puerta para escuchar.
Lo que escuchaba esos fines de semana acabó con la poca ambición que tenía de unirse a la policía. Escuchaba a las mujeres pobres venir a la oficina para informar que sus esposos las habían golpeado, solo para que les dijeran que tendrían que pagar por un bolígrafo para tomar su declaración o la gasolina poder ir a hacer arrestos. Cuando vio a presos siendo azotados con palos en sus celdas, supo con seguridad que no sería policía.
Cuando era adolescente, Azeteng llevaba una radio de bolsillo a todas partes. Quería luchar contra la injusticia, pero no sabía cómo. Después de la secundaria, fue a trabajar con su madre en los campos de Kintampo, y en la noche escuchaba la radio y se imaginaba a sí mismo como un periodista encubierto.
Ya había relatado una gran historia en su escuela secundaria. Usando un teléfono plegable para filmar en secreto, expuso a un grupo de maestros que estaban elaborando alcohol en los terrenos de la escuela y que “sacaban dinero a los estudiantes para obtener calificaciones”. Cuando la historia llegó a los periódicos locales, tres maestros, incluido el director, fueron despedidos o trasladados.
Acostado en la cama en Kintampo, después de trabajar en los campos, soñaba con contar una historia más grande, exponiendo crímenes más grandes. En la radio, los boletines informativos decían que los jóvenes de África se estaban muriendo por millares en el desierto y el mar.
Seis meses más tarde, Azeteng abordó un autobús a Abeka Lapaz, en el oeste de Accra. Llegó al edificio de CSIT Limited, proveedores de computadoras, productos y soluciones técnicas, incluyendo cámaras secretas. Ya había investigado varios tipos de cámaras secretas disponibles. Ahí estaban el botón, la pluma, el reloj y las gafas.
Las gafas más baratas costaban 200 cedis, alrededor de US$40. Podían grabar solo imágenes de baja resolución y funcionaban mal durante la noche. Pero mientras se miraba en el espejo ese día, Azeteng estaba contento al comprobar que tomaría una segunda, tercera y probablemente una cuarta mirada descubrir que algo estaba mal.
Las compró, y las llamó sus gafas secretas. Durante cinco meses, mientras ahorraba, Azeteng practicaba filmando y escondiendo las tarjetas de memoria en su boca, un truco que vio en una película de espías. Luego vendió su ganado (dos ovejas, seis cabras y 10 gallinas) y fijó una fecha para irse.
En este punto, nadie sabía nada sobre la idea extremadamente peligrosa de Azeteng. Así que le dijo a su sacerdote: tenía la intención de meterse en la ruta migratoria del desierto a Europa, usando una cámara secreta en sus lentes para documentar los crímenes de los contrabandistas.
A continuación, Azeteng se lo contó a su padre.
“Me enojé, me enojé porque no podía entender por qué quería correr ese riesgo”, dijo. “Sinceramente, no le di mi bendición. Luego llamó para decir que se había ido, y yo dije: ‘Bueno, esa es su elección, Dios sea contigo'”.
“El trayecto es dinero”
Azeteng había empacado algunas prendas de ropa e hizo un corte en el forro de su mochila para ocultar su dinero. Luego caminó hasta un multitudinario centro de transporte en el centro de Accra, y le preguntó a tres jóvenes si iban al norte. Dijeron que sí, se dirigían a Europa, a Italia o España. Dieron a Azeteng el número de un contrabandista llamado Sulemana.
Sulemana le dijo a Azeteng que subiera a un autobús a Bamako, la capital de Mali, donde se reunirían. Azeteng había aprendido a grabar conversaciones telefónicas, y grabó su conversación con Sulemana y tomó notas detalladas. Escribió en su diario: “Sábado, 15 de abril de 2017 – salida hacia Mali. 9:15