La piedra de Pedro

Esa mañana, muy de madrugada, llegaron los asesinos a buscar a don Neftalí, el papá de Pedro, para pedirle cuatro vacas a cambio del impuesto que, según ellos, debía pagar por su protección.

La piedra de Pedro

Crédito: Shutterstock

Pedro era un niño que una vez tuvo diez años. A esa edad, Pedro ya habría conocido lo que en su momento fue lo peor de su vida: derramó alguna vez la comida sobre su camisa nueva, despertó una mañana envuelto en orín después de haberse soñado nadando en un lago; también fue el blanco de la bendición de un pájaro mientras caminaba por el campo, de la mano de su madre; recordaba con pavor la mordida de un perro rabioso y, con cierto humor, la patada de una vaca lechera mientras se recuperaba de -casi- haberse ahogado en un río.

¿Pero, cuál era la piedra de Pedro?

A sus once años, Pedro escuchó cómo murieron sus padres a manos de hombres que, a pesar de no gozar de legalidad alguna, asumían la administración de los territorios donde vivía Pedro con sus papás y su hermana Paulita, que, aunque ya era mayor siete años siempre fue Paulita.

Esa mañana, muy de madrugada, llegaron los asesinos a buscar a don Neftalí, el papá de Pedro, para pedirle cuatro vacas a cambio del impuesto que, según ellos, debía pagar por su protección. Don Neftalí se negó a tal concesión diciéndoles que ya estaba cansado de tener que prescindir de sus –cada vez más escasos– bienes, siempre que a ellos se les antojaba. Lo que Pedro nunca supo es que estos hombres habían solicitado en cambio a Paulita, y a él mismo, como garantía para el pago del impuesto. Don Neftalí se negó. Doña Eugenia, la mamá, que era una señora joven, de mucho carácter, disciplina y muy cuidadosa de su hogar, también se negó.

¿Y la piedra de Pedro?

Antes del medio día, los padres de Pedro yacían muertos en la parte de atrás de la casa, cerca de los bebederos de los caballos. Pedro nunca los vio, no quiso verlos. El ruido de las balas y el de los gritos lo entumecieron debajo de la cama de paja de una cabra, donde logró esconderse. Desde allí, alcanzaba a reconocerla silueta de su hermana Paulita recogida en el entretecho del gallinero. La impávida Paulita, con los ojos muy abiertos por el miedo a parpadear, pudo observar al detalle lo que sucedió esa mañana.

Más tarde, Paulita, la niña del lunar grande en la mejilla derecha, moriría en algún lugar del sur, sin que Pedro jamás la encontrara.

¿Y la piedra?

Pedro recorrió más de medio país detrás del rastro de su hermana, siguiendo las pistas que le daban los que decían haberla visto a la niña la del lunar en la mejilla, en un lugar u otro. Una tarde lluviosa, Pedro hablaba con un señor peludo y de avanzada edad, debajo de un árbol de la plaza de un pequeño pueblo. El hirsuto hombre le prometía llevarlo hasta una casa en la cordillera donde trabajaba Paulita; pero al llegar allí, se encontró con un grupo de hombres armados que lo recibieron con extraño afecto.

Mientras Pedro recorría el campamento, en medio de la selva montañosa en búsqueda de Paulita, era vigilado muy de cerca, mientras iba siendo adiestrado en el manejo de armas, construcción de trampas y manejo de explosivos. Allí estuvo cerca de dos años, hasta que una noche encontró la forma de evadirse junto con un puñado de muchachos de la veintena con quienes compartía su choza.

Los que no huyeron, todos menores que él, fueron atomizados por bombardeos del gobierno al campamento. Dicen que uno de los pequeños que recién había llegado fue implantado con un chip de GPS para ubicar el blanco. De los que salieron con Pedro, tres murieron por las balas de los centinelas y uno murió por una mina anti-personas que encontró en la huida. Los dos que escaparon llegaron a un río y navegaron sin parar durante dos días en una chalupa robada, dejando atrás vestimentas militares, hasta sentir que estaban a salvo. Campesinos de una casucha cercana les regalaron ropas viejas para que se protegieran del sol. Allí se separaron.

Pedro continuó camino por la montaña para buscar la cabecera urbana donde, según los campesinos, estaría a salvo y podría averiguar por su hermana Paulita quien, aparentemente, había pasado por allí algunas semanas antes, rumbo a la frontera.

¿Y la piedra de Pedro?

Era un pueblo de mayoría indígena que limitaba con otro de población negra. Unos y otros trabajaban en la minería, la pesca o en las labores de raspado de hoja de coca. Pedro pensó que allí podría movilizarse mas rápido por el mar hasta llegar a la frontera.

No llegaba a los quince años cuando, engañado para trabajar en cultivos de cacao en una montaña, fue obligado a laborar en cultivos de hoja de coca bajo las órdenes de un cruel capataz que se hacía llamar El Para. Fue insultado y abusado hasta que logró escapar camuflado en un cargamento de hojas; luego se metió en un barco “lechero” de los pequeños que entregan víveres a lo largo del litoral, hasta la frontera. Allí Pedro se bajó en el lugar donde el capitán señaló haber visto a la niña del lunar grande en la mejilla que parecía ser su hermana. Al llegar al pequeño muelle sintió los ojos de los campesinos sobre él, que a la vez se escondían después de examinarlo como si reconocieran en él una tragedia próxima.

En efecto, al salir a la carretera, Pedro fue interceptado por un grupo compuesto de seis mujeres y hombres quienes se identificaron como la autoridad del área. Lo interrogaron exhaustivamente, lo subieron a un camión y lo llevaron a una región tupida y montañosa de la costa.

Pedro sintió perder toda esperanza al confirmar que la persona a cargo era nada menos que el comandante del campamento al que lo había entregado el viejo hirsuto años atrás y donde había dejado en el camino a varios de sus compañeros: unos bombardeados por el gobierno, otros muertos por las balas de los centinelas y aquél pequeño, por una mina anti-personas. El hombre a cargo hablaba pausadamente y en voz baja casi inaudible, mientras con su pie izquierdo limpiaba la sangre de una roca amarilla y grande.

¿La piedra de Pedro?

Parecía que el hombre no lo había reconocido en el momento y así fue por toda su estadía allí. Para ese entonces, Pedro había perdido lo lampiño de su rostro, ganando en cambio cicatrices y arrugas.

En este lugar permaneció un año y medio, hasta que un día llegó la noticia del final de la guerra. Esto alegró a Pedro, pero no a su captor, ya que se daba la orden de que, a partir de ese día, podían vivir libres. Ese día, antes de la puesta del sol, en medio de la confusión por la noticia, el comandante reconoció a Pedro.

Sin saber dónde se encontraba, Pedro decidió buscar la frontera, desesperado, intentaba dejarlo todo atrás; huir de la guerra, de las memorias y de las ausencias.

Decidió darse una última oportunidad de encontrar a su hermana Paulita. Caminó por la trocha fronteriza tres o cuatro días hasta llegar a un retén militar. Los oficiales de inmigración le negaron el paso, ya que la guerra había terminado y los refugiados ahora debían empezar el proceso de retorno. Alcanzó a leer un letrero que decía: “No se aceptan solicitudes de refugio”.

Pedro miró hacia atrás, sintió los ojos del comandante que lo perseguía, se agachó con rabia para recoger algo del suelo cuando alguien lo increpó:

“Dicen que podemos cruzar si nos organizamos y nos declaramos víctimas de la guerra. ¿Qué dice?”.

Pedro dejo en el suelo lo que había intentado recoger, miró fijamente a los ojos del hombre y le dijo con voz pausada: “A mí me ha ido mal, me ha tocado duro, pero aprendí a trabajar y a valerme por mí mismo. Mi Dios me hizo fuerte y mis padres me cuidan desde allá arriba. Aquí me quedo. Si Paulita está del otro lado, por aquí volverá a pasar. Yo no soy víctima de nadie”.

Esta historia, más que una columna, es una ficción inspirada en miles de historias de la vida real y que habitan en las áreas transfronterizas de Colombia. Pueblos sufridos, opacos e ineficientemente contados en los censos migratorios. Es un pequeño tributo a las víctimas de desplazamientos, a través de las fronteras del mundo. A los horrores de la guerra que se ensaña contra la juventud y la niñez bajo la mirada insensible de quienes deben protegerles.

¿Y la piedra?

– Pedro es la piedra sobre la que se construirá una mejor sociedad, en paz, justa y más humana.

Sobre el autor

Ramiro Antonio Sandoval es dramaturgo y director teatral. También es consejero de paz por la Nación en el exterior— Américas, ante el Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia de Colombia.

En esta nota

Colombia
Contenido Patrocinado
Enlaces patrocinados por Outbrain