En seguridad, el problema de uno es problema de todos
Vivimos en un mundo con problemas de seguridad transnacionales. Pero los gobernantes rara vez parecen considerar esta perspectiva cuando contribuyen a crear un problema, o cuando tratan de resolverlo. Parecen creer que los límites territoriales contienen un problema, o protegen una solución. Centroamérica no es la excepción.
En el epicentro están las finanzas públicas. Por un lado, el porcentaje del presupuesto dedicado a la seguridad es mínimo (como a la educación o la salud), y quizá se fijó así cuando la violencia no era epidémica. Tomemos como ejemplo el problema más popular: el narcotráfico.
En los años 80s el istmo era un caldo de cultivo para el crimen organizado. Para entonces, la ruta favorita desde Colombia hacia EE.UU. era el Caribe (vía las Bahamas), aunque los países centroamericanos ya servían de puente. Pero en esa década, dos hechos empujaron a un giro definitivo. Primero, cuando el narcotráfico ejecutó al ministro de justicia en Colombia (Rodrigo Lara Bonilla), importantes capos debieron ocultarse en Panamá, donde establecieron alianzas importantes con Manuel Noriega que les abrió importantes rutas en el istmo—luego reforzadas con vínculos con los sandinistas en Nicaragua. Segundo, EE.UU. había sido bastante efectivo en bloquear la ruta por el Caribe. Ambos factores inclinaron la balanza del trasiego hacia rutas aéreas, terrestres y marítimas en Centroamérica.
Y ¿qué encontró el narcotráfico en el istmo? Terreno fértil. Fronteras porosas, vacíos de autoridad en zonas remotas, ausencia del Estado. Bajas oportunidades educativas, estimulación económica y oportunidades de empleo, y una débil intervención estatal para mejorar estas condiciones. Además, corrupción en filas policiales y militares, que en Guatemala y El Salvador controlaban el país en un 100%, y fueron la primera línea de contacto con los narcos. También hubo corrupción en el Ejecutivo que minó aún más los recursos financieros.
El narcotráfico se afianzó aprovechando además el telón de fondo de los conflictos armados. Este contexto se aprovechó con el caso Irán-Contras, que usó Honduras de trampolín para luchar contra los sandinistas en Nicaragua. Los procesos de paz finalizaron con los conflictos. Entonces pareció que el crimen organizado explotaba en la región. La verdad es que había crecido a la sombra de los conflictos armados.
Actualmente, Centroamérica sigue sumida en las causas que exacerbaron el incremento del narcotráfico en la región. En cumbres presidenciales, los mandatarios suelen destacar que el istmo es el desafortunado puente entre los mayores productores de drogas (al menos de cocaína), Sudamérica (Colombia y algunas regiones de Ecuador y Venezuela), y el principal consumidor de drogas en el mundo, Estados Unidos. Parecieran querer decir, “no es nuestra culpa que Sudamérica y Norteamérica nos convirtieron en un violento corredor del narcotráfico”.
Pero ni EE.UU. ni Colombia son responsables de los factores que le permiten al narcotráfico ser tan exitoso en Centroamérica. Con poco acceso a la educación y a oportunidades de empleo, especialmente fuera de las principales zonas urbanas, o en los sectores marginales de las áreas metropolitanas, un estado difícilmente puede controlar que algunas personas no opten por involucrarse en actividades ilícitas. Entonces, cuando un gobernante es irresponsable y no dedica más recursos a medicina preventiva (salud, educación, seguridad), contribuye al problema de inseguridad—no sólo en su país, sino en la región.
No es casualidad que narcotraficantes guatemaltecos han sido capturados en México, El Salvador, Honduras, Panamá, y Colombia. Lo mismo ocurre con delincuentes de otras nacionalidades. Entonces, la respuesta inicial es medicina curativa. Algunos países reconocen la importancia de la educación y oportunidades laborales en esta lucha. Pero no tienen escasos recursos, para prevenir y para curar. Y así sólo contribuyen a aumentar un problema que comenzó como tema nacional, pero que ahora rebalsa permanentemente hacia otros países.