Condena a la libertad
Popeye, el matón de Pablo Escobar, ahora deberá cuidar su propia espalda
Al grano
Cuando vi por primera vez a Popeye frente a frente, estaba cuidando, junto a otros matones, el edificio Mónaco de Pablo Escobar. Minutos antes, a mi productor y a mi camarógrafo los encañonaron con una pistola 9 milímetros.
Como corresponsales de Univisión viajamos a Medellín a finales de los años ochenta, para cubrir la noticia sobre la persecución a Escobar y sobre la guerra entre el Cartel de Medellín y el de Cali.
Aquella vez tuvimos suerte y nos dejaron ir, tal vez por representar a la televisión extranjera lo cual hubiese sido escandaloso.
Años más tarde, Popeye le contó a un camarógrafo que me salvé de morir porque siempre andaba con el arma en la mano, muy paranoico y guardaespaldas. Intentaron matarme en distintas ocasiones, pero, mi supuesto asesinato no hubiese cambiado nada. Hoy haría parte de las cifras.
Ese Popeye, quien fue liberado hace pocos días, tiene en su haber cientos de muertos inocentes y aunque muchos creen que debió pagar más años de cárcel (solo cumplió 22), el matón principal del Cartel de Medellín, ha sido condenado de nuevo, pero a la libertad.
La libertad para un individuo que debe tanto a la sociedad, o peor, a la humanidad, significa una condena, más aún cuando él fue autor y testigo importante de fechorías espantosas. Popeye confirmó los nombres de políticos que estuvieron involucrados en crímenes de Estado. Pero la acusación más arriesgada la hizo contra los ex socios de Escobar.
Por algunas razón, las autoridades colombianas y las de los Estados Unidos, han ignorado y casi perdonado a una familia que fue gestora del Cartel de Medellín. Asesinos, igual que Escobar, mandaron a matar a políticos, periodistas e inundaron las calles de cocaína. Se hacían llamar con orgullo el “clan Ochoa”.
Aunque Popeye ha sido claro y contundente en repetir que los hermanos Juan David, Jorge Luis y Fabito Ochoa, fueron directos responsables de asesinatos y bombas, nadie quiere tocarlos; ahora y antes se encubren y conviven de plácemes con ciertos sectores de la sociedad antioqueña, excepto Fabito que está preso en Norteamérica.
Aunque alias Popeye no señaló directamente a Fabio Ochoa Restrepo, padre del Clan Ochoa, sí insinuó la avenencia de éste con las actividades de sus hijos. Mucho dinero sucio se lavó en la compra de propiedades y caballos de paso fino, un negocio desprestigiado en Colombia porque ser caballista era sinónimo de narco, una tergiversación promovida por los mafiosos que se sentían socialmente importantes al criar caballos. Don Fabio, como había que llamarlo en vida y quien murió en febrero de 2002, guardó silencio sobre los crímenes de sus hijos. El silencio es complicidad en las leyes universales de justicia.
Me da pena alias Popeye, condenado a la libertad, porque tendrá que cuidarse la espalda de los antiguos socios de Escobar, de viejos enemigos de ese negocio maldito que nunca perdona y hasta de los descendientes de ciertas víctimas cuyo corazón no ha sanado.
Yo le creo a Popeye. Es a uno de los pocos que le creo y aunque colaboró con la justicia, pienso que ésta fue muy laxa con él. Debieron dejarlo en la cárcel de por vida por todo el daño que hizo.