Guatemala, en arenas políticas movedizas

Muchos coinciden en que el país está en una de sus peores crisis de legitimidad política

Desde hace un mes, el péndulo anímico en Guatemala oscila entre la esperanza colectiva de cambio, que desde abril sacó a miles de personas a exigir la renuncia de funcionarios públicos corruptos, y la apatía ante los infructuosos intentos de cambiar el sistema político.
Es cierto que Guatemala no tiene la franquicia de la corrupción. Basta ver a México, Honduras y El Salvador. Pero muchos coinciden en que Guatemala está en una de sus peores crisis de legitimidad política desde la firma de la paz en 1996.
Hace diez años, hubo una férrea oposición en diversos partidos políticos representados en el Congreso (o parlamento) de Guatemala a la creación de un cuerpo patrocinado por la Organización de Naciones Unidas (ONU), para desmantelar estructuras de poder paralelo incrustadas en el Estado. Los diputados opositores alegaban una intervención extranjera en la soberanía del país: defendían el soberano derecho a tener un país campeón en corrupción sin que los funcionarios rufianes sean puestos en evidencia ni sujetos a una pública rendición de cuentas.
Y claro, sería fabuloso que el país se las pudiera arreglar solito para purgar a los funcionarios corruptos, o acabar con la ola de impunidad que envuelve al sistema de justicia. La realidad no funciona así. Por algo ningún narco importante del país ha sido juzgado y condenado en Guatemala. Ha hecho falta que EE.UU. pida su captura con fines de extradición. Si no, nada.
Por algo también en 2007 se creó la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), vía la ONU, sólo porque la presión internacional le torció el brazo a los diputados para aprobarla. El mismo ejercicio se repite cada dos años desde 2009, cuando el Ejecutivo debe decidir si renueva el mandato a la CICIG. En 2013, el actual mandatario Otto Pérez Molina y su entonces vicepresidenta, Roxana Baldetti, se oponían a que siguiera sus investigaciones aunque aceptaron extender el mandato.

En 2014, el mismo vicepresidente de EE.UU., Joe Biden, anunció que su país no aprobaría una millonaria ayuda condicionada para el triángulo norte centroamericano (conocida como Alianza para la Prosperidad), si en 2015 Guatemala no solicitaba la renovación del mandato de la CICIG. Pérez Molina cedió hasta que se vio a las puertas de un escándalo en abril pasado: cuando se reveló la sospecha del posible involucramiento de Baldetti en una red de corrupción, que la llevó a renunciar del cargo en mayo pasado. Ahora, el Ministerio Público y la CICIG investigan a la ex funcionaria por corrupción.
Pero, “no hay dos glorias juntas” dice el refrán. En 2013, recién renovado su mandato, la CICIG anunció que investigaría la corrupción en aduanas y el financiamiento de las campañas políticas. Los resultados desencadenaron en 2015 la caída de diversos funcionarios públicos cual cascada de dominó—incluida Baldetti. Daba la impresión de que Guatemala era una minúscula casa de muñecas agitada por las manazas de la CICIG: puesta de cabeza con tanta captura de funcionario público y procesos penales.
En este revolú, diversos grupos de la sociedad civil exigieron enmiendas a la ley electoral.

Además, hubo una participación más vocal del embajador de EE.UU. en Guatemala (Todd Robinson) de la que se había visto en años, quizá décadas. Ora se veía al embajador entre una muchedumbre que manifestaba frente al Congreso. Ora se le veía tras un podio exigiendo que se respetara la voluntad del pueblo guatemalteco. Ora se le veía en una conferencia de prensa, junto a Pérez Molina, mientras el mandatario anunciaba la colaboración de EE.UU. para que los nuevos funcionarios responsables de la recaudación fiscal fueran examinados con polígrafo (los funcionarios anteriores estaban en la cárcel).
Atrás quedaron los días en que Pérez Molina alegaba que ningún país cooperante podía decirle al gobierno qué debía hacer. Este año, en el citado evento público, parecía ver de reojo al embajador, como preguntando “¿lo estoy haciendo bien?”.

Aunque en circunstancias diferentes, estos hechos recuerdan al libro “La fábula del tiburón y las sardinas”, que el ex presidente Juan José Arévalo (1945-1951) publicó en 1956, en una alusión a EE.UU. como el tiburón, y a los países latinoamericanos como las sardinas. Dos años antes, EE.UU. había orquestado el golpe y un cambio de gobierno en Guatemala. En aquella ocasión, para mal, porque marcó el inicio de décadas de dictaduras militares.
Mientras tanto, las sabatinas manifestaciones en la Plaza de la Constitución (o plaza central) se mantienen cual masivo palpitar. Multitudinarias al principio. Menos concurridas en la medida en que el escándalo de las capturas y acusaciones se enfrió, y concurridas de nuevo el 15 de agosto—aun después de reveses legales dos días antes.
El pasado 13 de agosto, el Congreso evitó que el presidente perdiera su inmunidad y sea investigado por el caso que atañe a Baldetti. Además, el partido de oposición Libertad Democrática Renovada (Líder), mayoritario en el Congreso y aliado con el oficial Partido Patriota, propuso una ley para evitar la intervención extranjera en las labores del Ministerio Público. ¿Será una reacción a que varios candidatos políticos de Líder están bajo la lupa de la CICIG?
La propuesta de ley contra la intervención extranjera no prosperó, pero es un primer llamado para bloquear a la CICIG. En las horas siguientes, en un comunicado de prensa y vía Twitter, Robinson pidió—en vano—a los diputados respetar la voluntad del pueblo.

Así las cosas, aún con la casa patas arriba, no hay consenso para enderezar la ruta. Y mientras los grandes tomadores de decisiones no escarmienten, el país se seguirá sumiendo en arenas movedizas—algo que ni las elecciones generales del 6 de septiembre ni un nuevo gobierno podrán remediar.

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